Una aproximación al fenómeno de la violencia política argentina y su vinculación con las raíces discursivas nacionalistas y clericales

 

 

An approach to the phenomenon of Argentine political violence and its connection with the nationalist and clerical discursive roots

 

 

 

 

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Esteban Chatelain

estebanchatelain@gmail.com

Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

 

 

 

Resumen

El trabajo se propone explorar algunos antecedentes discursivos provenientes de la prensa clerical cordobesa, con el objetivo de dar cuenta de aspectos significativos del fenómeno de la violencia política que se desplegó en Argentina a partir de la imposición de los regímenes militares de setiembre de 1930 y junio de 1943. La idea es establecer las principales características del discurso nacionalista y clerical que rodeó la conformación de los miliares como actores políticos de primer orden, a través de la descripción y el análisis de algunos antecedentes históricos, haciendo hincapié en las definiciones que propusieron los tradicionales aliados civiles cordobeses de las dictaduras militares respecto de la sociedad y la cultura nacional, el rol de las masas y el estatus político de los actores corporativos como la iglesia o el ejército argentino. Finalmente se ensayará una conclusión provisoria sobre del destino final de este universo discursivo binario definido a lo largo de las primeras dictaduras militares que asolaron el siglo XX Argentino, tomando como objeto de análisis la última experiencia militar en el gobierno y sus implicancias políticas.

 

Palabras clave: violencia política; dictadura militar argentina, sentido común, campos de concentración, discurso político

 

 

Abstract

The paper aims to explore some discursive background from the cordobesa clerical press, with the objective of explaining significant aspects of the phenomenon of political violence that developed in Argentina since the imposition of the military regimes of September 1930 and June 1943. The idea is to establish the main characteristics of the nationalist and clerical discourse that surrounded the formation of the miliaries as first-rate political actors, through the description and analysis of some historical antecedents, emphasizing the definitions proposed by the traditional Cordoba civilian allies of military dictatorships in relation to society and national culture, the role of the masses and the political status of corporate actors such as the church or the Argentinean army. Finally, a provisional conclusion will be rehearsed on the final destiny of this binary discursive universe defined during the first military dictatorships that devastated the 20th century in Argentina, taking as an object of analysis the latest military experience in government and its political implications.

 

Keywords: political violence; Argentina; military dictatorship; concentration camps; political discourse

 

Una aproximación al fenómeno de la violencia política argentina y su vinculación con las raíces discursivas nacionalistas y clericales

 

 

I. Los campos de concentración, los militares como actores políticos y la primera dictadura militar argentina

Pensar la violencia política en un país como la Argentina es un trabajo particularmente difícil, la furia asesina de la última dictadura militar opera como un vórtice que sistemáticamente se devora todas las referencias anteriores y posteriores sobre este fenómeno y tal vez es comprensible que sea así. Los hechos acaecidos en la década de 1970 despiertan una fascinación poco común que muchas veces conspira contra la necesidad historiográfica fundamental de vincular los escenarios históricos. Como bien refiere repetidamente (Calveiro, 2004) en su sobresaliente trabajo sobre los campos de concentración en Argentina, muchos de los componentes distintivos del proceso político de los setenta, como la tortura, las desapariciones o el exterminio, habían tenido su origen en otros muy anteriores, fue en todo caso su inédita combinación y reconfiguración en el contexto abierto a partir de marzo de 1976 lo que abrió una nueva coyuntura.  

Los procesos políticos especifican posiciones, alteran los flujos de poder, pero además sientan las bases significativas para los enfrentamientos que sobrevendrán, en este sentido los discursos políticos, siempre configurados para entablar luchas puntuales, parecen adoptar vida propia para reproducirse y repentinamente emerger con una fuerza arrolladora en otros contextos y tiempos. Desandar esta trama compleja que acompaña el tránsito del poder a través de los individuos, las instituciones, y el tiempo, es creo una de las tareas fundamentales de la historia.

Cómo se hace plausible primero y posible después que una realidad como la de los campos de concentración se imponga sobre una sociedad, la respuesta a esta pregunta constituye el núcleo del problema analítico sobre el fenómeno de la violencia política, ya que no se conoce cristalización más elocuente de él. Como bien plantea Calveiro, la política concentracionaria es una forma de relación entre el estado y la sociedad que lo genera, más allá de sus víctimas inmediatas, los campos operan como parte integral de un “dispositivo” brutal destinado a uniformar a la sociedad instalando pautas de relación social basadas en el respeto irrestricto por “las jerarquías sociales” y los valores que promueve el estado, en este sentido constituyen un fenómeno político por antonomasia.

Aunque las atrocidades cometidas en sus entrañas son sin dudas lo más conmovedor, este impacto inicial no debe impedir ver que los campos son precisamente la proyección física de un discurso que siempre se articula mucho antes de que comiencen a desenrollarse los alambres que delimitan estos espacios de tortura. Si cuando finalmente los campos están operativos sus gestores pueden ser los personajes más mediocres o inefables del mundo, aquel “hato de burócratas mediocres, vivillos, y rateros” (Calveiro, 2004, 103) que describe la autora, es en gran medida porque su realidad ya fue configurada discursivamente en una enorme cantidad de intervenciones sociales a lo largo de décadas, que fueron instituyendo algo así como un peligroso mundo de significados compartidos –o combatidos-, respecto por ejemplo de la viabilidad de la violencia sobre el cuerpo del otro como herramienta de lucha política.

Es precisamente una variante muy particular del universo significativo de la política nacional el que emerge en el presente dictatorial de mediados de los setentas y que parece operar muy activamente en todos los actores del drama concentracionario, tanto víctimas como victimarios. El derrumbe prematuro de los militantes desaparecidos al ingresar a los campos que Calveiro relata tan vivamente en su escrito, sin dudas emerge de esta conciencia preestablecida de estar en manos de un enemigo del que no se puede esperar ninguna clemencia, pero sobre todo la existencia de sus “categorías binarias” se hacen evidentes en el propio trato entre víctimas y victimarios, en donde parecen verse fantásticamente “superadas” de alguna manera por el encuentro complejo y conclusivo entre estos dos opuestos:

 Estas dos imágenes construidas del Otro entraron en colisión dentro de los campos; los universos escindidos donde uno elimina al otro alcanzaron realidad. Pero así como el campo concentra y aísla a un tiempo, así también separa y une simultáneamente. El campo fue un espacio en el que, al acercar los dos polos del mundo binario, el blanco y el negro, las fuerzas legales y los subversivos, perfectamente separados y diferenciados en un espacio que los coloca en compartimentos estancos en tanto víctima y victimario, sin embargo los obligó a tomar contacto…La cercanía y la humanización del otro permitieron una cierta relativización del poder del secuestrador, pero también se desarrollaron mecanismos de internalización-des-lumbramiento del vencedor (Calveiro, 2004. pp.59-103)

 

Configura una terrible paradoja que sea en una situación de intercambio social tan extrema como ésta, donde los preconceptos políticos definidos a partir de desencuentros cada vez más profundos desplegados por décadas, tropiecen por fin con un límite - horrendamente trágico por cierto-en la realidad concentracionaria. Poner de relieve estas fantásticas complejidades en su objeto de estudio, permite a Calveiro llegar a sus conclusiones más lúcidas, guiadas por la adopción de un esquema analítico que se despoja efectivamente de las categorías binarias de bien y mal, héroes y traidores, verdad y mentira, pasado y presente, para reconstruir un flujo constante de poder que atraviesa tanto a sujetos como temporalidades, desintegrando a su paso cualquier noción de sentido común:

En Argentina existió un poder totalizante, despótico y concentracionario pero la sociedad sólo puede reivindicar víctimas, más aún, víctimas inocentes, como si hubiera habido otras cuya culpabilidad explica, aunque no necesariamente justifica, la existencia de los campos. Pensar el campo de concentración como un universo de héroes y traidores permite separarlo de lo social, escindirlo de allí y hacer del campo una realidad otra a la que no se pertenece, en la que se debaten dos demonios, militares y guerrilleros, ajenos a una sociedad y a su vida cotidiana. La víctima inocente es la figura perfectamente complementaria de esta explicación. Representa al "inocente" que jamás debió incluirse en el infierno porque no pertenecía a él. Por el contrario, el infierno del campo y la sociedad se pertenecen, por eso héroes y traidores, víctimas y victimarios son también esferas interconectadas entre sí y constitutivas del entramado social, en el que todos están incluidos. Todas las víctimas son inocentes y ninguna lo es, en sentido estricto…La existencia de los campos de concentración-exterminio se debe comprender como una acción institucional, no como una aberración producto de un puñado de mentes enfermas o de hombres monstruosos; no se trató de excesos ni de actos individuales sino de una política represiva perfectamente estructurada y normada desde el Estado mismo (Calveiro, 2004. p.84)

 

Este mundo simbólico y discursivo ambivalente, este “universo binario” como lo define y desmonta Calveiro, que parió desde los campos de concentración aquel mundo social signado por la esquizofrenia de mediados de los setentas en Argentina - y que peligrosamente sigue mostrando una vitalidad política atemorizante-, se construyó a lo largo de décadas, a partir de las categorías simplificadas y tantas veces oídas y leídas en todos los contextos posibles desde el más banal al más solemne de: “enemigo” o “amigo”, “compatriota” o “subversivo”, “compañero” o “milico”, a las que la intensificación de los desencuentros políticos en el tiempo y la sofisticación literaria superpusieron otras más amplias, como: “patria” o “antipatria”, “oligarquía” o “pueblo”.

Sobre esta superficie simbólica, se establecería entre otras cosas al ejército argentino como un actor político-corporativo de primer orden, que pasando a intervenir en la vida pública con una violencia en aumento a partir de la asonada de setiembre de 1930, llevaría este mundo codificado binariamente a cristalizarse por primera vez como una alternativa política concreta.

 

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Hay un debate histórico y sociológico remarcable respecto de las particularidades de este último rol político, para el marxismo el ejército en el poder no es más que la cara más dura de la dominación capitalista, aquella que la sociedad percibe en el momento en el que las relaciones de dominación están bajo un creciente asedio; Por otra parte, están quienes que desde un enfoque más bien politológico , identifican en la institución armada al agente de una minoría crónicamente incapacitada de construir una alternativa conservadora o de derecha viable electoralmente: “el partido militar”. En ambos casos las fuerzas armadas aparecen como una herramienta al servicio de intereses externos. Finalmente podemos identificar a quienes se concentran desde el análisis político en ver al ejército como una institución con dinámicas internas propias, que repercuten sobre un sistema político que no puede resistir sus “intrusiones” y que se comporta como la víctima de una incapacidad estatal de controlar su brazo armado, en este caso, por supuesto los militares exhiben una iniciativa mayor.

Todos estos enfoques perciben en mi opinión una parte del problema y no son excluyentes entre sí, en todo caso se les podría reclamar su incapacidad para integrar como contraparte de los militares -además de los partidos- a otros actores corporativos en la ecuación, como por ejemplo la iglesia o los intelectuales. Sobre este punto yo prefiero acordar con Calveiro cuando insiste en percibirlos junto a sus acciones políticas como parte orgánica de la misma trama social de la que forman parte, en todo caso como el receptáculo humano e institucional de todas sus contradicciones, y esto es así porque antes de cualquier ambición gubernativa los militares representan funcionalmente el “poder desnudo” del estado, el costado más “físico” y “corporal” de la dominación. En su figura y sus funciones, los necesarios actos de “sublimación” política que el estado ensaya constantemente respecto de sus intenciones de control social, se ven necesariamente atenuados.

Esta figura de “estabilidad” fundada en la fuerza física, que se descubre detrás de la palabra “de facto” con la que la suprema corte de justicia definió las fuentes de la legitimidad de la primera dictadura militar argentina del siglo XX, es tal vez la explicación más contundente del “atractivo político” que los militares representaron para aquellos sectores excluidos del poder presidencial a partir de la sanción de la ley Sáenz Peña en 1912. En 1930, estas virtudes centradas en “la fuerza” constituían los principales méritos que según el matutino clerical cordobés Los principios encarnaba la naturaleza militar del nuevo gobierno revolucionario. Era precisamente este recurso –y su ya comprobada voluntad descarnada de usarlo contra la sociedad civil sin restricciones-, lo que en su visión subversiva respecto de la democracia como régimen político, probaba un patriotismo del que los partidos políticos desplazados violentamente del poder siempre habían carecido. En su concepción, era esta patética indisponibilidad por parte de aquellos lo que explicaba la crisis política a la que habían llevado al país, al que definían esencialmente como una estructura orgánica atravesada por una crónica enfermedad.

Estas extrañas concepciones de un nacionalismo tradicionalista todavía en pañales[1], se proyectaron avasallantemente en la presentación formal del proyecto político Uriburista que realizaría desde Córdoba uno de los principales ideólogos del gobierno, el primo del propio presidente provisional y a la sazón interventor en la provincia mediterránea, Carlos Ibarguren, el miércoles 15 de octubre de 1930. Aquella noche y desde un atril montado sobre el escenario del principal teatro de la provincia y frente a un público conformado por las familias “más tradicionales” de la ciudad vestidas como para escuchar ópera, se pudieron oír frases como estas:

…ver el derrocamiento súbito y sin estrépito del gobierno local como el de esos frutos descompuestos que cuelgan de las ramas de un árbol enfermo y que al primer sacudimiento caen deshechos mostrando su putrefacción…centenares de miles de hombres, pueblo y ejercito confundidos, a acompañar la gloriosa columna encabezada y dirigida por el teniente general Uriburu, la que a grito de ¡viva la patria! Echó al gobierno radical personalista que arruinaba y envilecía al país…uno de los vivos anhelos que animan el contenido de la revolución es el de que en el Estado actúen los representantes genuinos de los verdaderos intereses sociales, en todas sus capas, evitando así (los) los elementos parasitarios del profesionalismo electoral… (1930, 16 de octubre. Los principios. p.7)

 

Como vemos, las metáforas biológicas, el tópico decadentista y la acérrima oposición al rol representativo de los partidos, ocupaban un lugar de preminencia en el texto y la jornada fundacional del discurso nacionalista y clerical como alternativa política vernácula.

Por su parte el vocero del clericalismo cordobés, como ya planteamos un componente destacado de la nueva ola discursiva nacionalista que estaba arrasando impiadosamente con un consenso liberal que había soportado las instituciones que originaron a la comunidad política nacional desde mediados del siglo XIX, no necesitaba de la ilustración política del notable interventor cordobés ni de sus sutilezas propositivas, para recomendar, a solo unos días de la marcha de Uriburu hacia la casa rosada, una “cura” para los mismos males que enumeraría el primo del presidente un mes después. Remedio que adoptaba la forma de un bálsamo –o tal vez amargo brebaje depurador-, que consideraba además el simple producto de un primigenio, correctísimo y despiadado por cierto, uso del sentido común: “…a crisis de patriotismo gobiernos militares…” (1930, 10 de setiembre. Los principios. Tapa). Esta tajante seguridad del redactor mediterráneo, se fundaba además en la certeza última y aparentemente incuestionable, de que la superioridad moral de los militares se encontraba suficientemente garantizada por el hecho de que a diferencia de sus odiados políticos partidarios, los primeros “…no están con quien les paga…” y por el contrario “…son los únicos capaces en no dudar a la hora de desenvainar la espada para salvar a la patria…” (1930, 10 de setiembre. Los principios. Tapa). Como vemos aquí, es el gesto marcial y consecuentemente la violencia del mismo, que lógicamente diferenciaba funcionalmente a los militares como hombres de acción, lo que instituía para los autoproclamados primeros aliados civiles de la incipiente dictadura militar argentina, la legitimidad primera y última del nuevo gobierno de tipología inédita en la historia nacional emergido en setiembre de 1930.

 

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La violencia y la fuerza comenzaban así a representar virtudes deseadas tanto más en condiciones críticas como las asociadas con la debacle final del segundo gobierno irigoyenista, con ello comenzaba a definirse significativamente una precaria doctrina política que hacía de la crisis política permanente el núcleo duro de su razonamiento y la justificación destacada de la intervención de los militares en política. Que se suponía debían centrarse en “barrer” lo más impiadosamente posible con los obstáculos que impedían el progreso de un país al que nuevamente se presentaba como afectado por el virus de la decadencia:

…no puede progresar debidamente un país donde el juego se entroniza en cada esquina y asalta el vicio a los transeúntes en forma de quinielas o de timbas; no puede ser un país lo grande que sus condiciones naturales lo permitan si su juventud universitaria, la flor de la nación, está en manos de la anarquía, como en manos de la anarquía cae el obrero con el florecimiento de centros de propaganda roja. No puede tampoco llegar a la cumbre un estado cuando sus gobernantes abandonan los problemas más vitales para dedicarse a politiquear… (1930, 10 de setiembre. Los principios. Tapa)

 

Como podemos cotejar, lo que se esperaba de la nueva experiencia dictatorial por parte de sus aliados cordobeses, no era un mero cambio en los estilos de liderazgo o correcciones puntuales hechas en función de limar las asperezas de una vida política criolla sin dudas siempre demasiado inclinada a caer en los vicios del clientelismo, el faccionalismo y la demagogia, su cometido era ahora la construcción de una “nueva patria”, caracterizada ya no por la suma de nuevos componentes a la comunidad política o la apertura de espacios de experiencia social, sino por la desaparición y la clausura imprescindible de los ya existentes.

Serían a la sazón estos rasgos exclusivistas, oligárquicos y restauracionistas, los que definirían en última instancia mejor que ninguna otra característica factible de serle adjudicada, a la surrealista experiencia Uriburista en su breve tránsito por el poder[2]:

…¡Qué bien se respira en estos días por las calles! Ya no hay truhanes que se atrevan con manifestaciones de obscenidad a afrentar el pudor de las señoras, ni ladrones que las asalten para robarles la cartera, ni liberalistas que distribuyan sus panfletos incitando a unos y a otros a la disolución y a la revuelta… (1930, 17 de setiembre. Los principios. Tapa).

 

Más allá del fracaso estrepitoso del proyecto político nacionalista que propiciarían los militares en su primera experiencia al frente del estado Argentino, ésta representó en términos discursivos el alumbramiento de una nueva era en la cultura política del país, como cotejamos, con la experiencia uriburista una nueva idea de nación comenzaba a articularse a la sombra del poder de facto que garantizaban los militares. Éste tenía ya desde sus orígenes entre sus enemigos establecidos a aquellos sectores que simbolizaban todo el dinamismo modernizador que se había desarrollado desde principios del siglo, a saber: la militancia partidaria activa de clase media, el estudiantado universitario reformista -particularmente activo en Córdoba-, la clase obrera, que aunque de desarrollo incipiente ya despertaba en los sectores civiles que apoyaban las experiencias autoritarias un temor rayano en la paranoia, y finalmente la marginalidad, que con su presencia permanente en el centro de la ciudad constituía un recordatorio siempre incomodo a “la gente decente”, de que las garantías y los extensos privilegios de los que históricamente habían disfrutado podían desaparecer en cualquier momento, ya sea como consecuencia de una incierta revuelta generalizada o por las vías de un más probable arrebato delincuencial.

Cualquiera sea la fuente de estos temores siempre en aumento que alimentaban sin cesar a la voraz criatura recién nacida del nacionalismo clerical, este nuevo discurso se configuraba en una clave provista por la reacción de parte de un grupo minoritario, frente a un proceso modernizador cuyas líneas directrices no controlaba desde hacía décadas, en las que su marginación política creciente –y su impotencia electoral- lo llevaba progresivamente a la definición de una ideología marcada sin dudas por la presencia ubicua de una amargura forjada en una derrota insuperable.

Así el nacionalismo tradicionalista y su cristalización política “el Uriburismo”, que sobrevivirían con mutaciones e incorporaciones como discurso y práctica de gobierno en cada una de las experiencias militares que le seguirían, componen entonces una variante de aquello que Angenot define como “ideologías del resentimiento”, esto en términos de efectos discursivos representa, “…un modo de producción de valores, como un posicionamiento “servil” en relación con los valores predominantes…una producción que trata de legitimarse por la vía de razonamientos paralógicos, de argumentaciones retorcidas y sofísticas, sin desviarse de ellos…” (Angenot, 2005, p.24). Aunque el autor propone esta definición para la miríada de ideologías populistas y particularistas posmodernas que reivindican los derechos de minorías abandonando una “perspectiva universalista de lucha por derechos”, el concepto es pertinente para nuestro caso, ya que la disolución acelerada de los valores de la modernidad coagulados en las ideas de progreso indefinido, ampliación de los derechos, positivismo científico, tuvo un episodio fundacional en nuestro país a partir de la experiencia que analizamos. Para Angenot la operatoria retórica fundamental de las ideologías del resentimiento implica:

…una dialéctica erística sumaria; es decir, algo así como el arte de tener siempre la razón, de ser inaccesible a la objeción, a la refutación, así como a las antinomias que se descubren en el propio discurso, que configura a su vez todo un dispositivo inexpugnable y también una reserva inagotable…Nunca se ha ganado…En la lógica “ordinaria” los fracasos abren la posibilidad de volver sobre las hipótesis de partida y corregirlas...en el resentimiento los fracasos no prueban nada, por el contrario, refuerzan el sistema, se trasmutan en tanto que pruebas subrogatorias de que se tenía razón desde siempre… (Angenot, 2005, pp.25-26)

 

Es fantásticamente esclarecedora de la experiencia discursiva uriburista esta definición, ya que permite ir al corazón de sus contradicciones constitutivas. Estas no solo se vinculan con la coyuntura de “revanchismo político” contra el irigoyenismo desde la que se diseñaron, sino con su intento inefable de cerrar sobre sí mismas el debate político al negarle imposiblemente a los partidos, sin ofrecer a cambio ninguna alternativa de expresión política a las mayorías, cualquier legitimidad como agentes de la representación popular.

     Esta propuesta trasmutada fácilmente en capricho, remite casi automáticamente al pathos “oligárquico” que exhibieron casi sin pudores sus representantes, pero tal vez lo más notable de este nuevo discurso y de sus proyecciones, fue que abrió el camino a una nueva era política marcada por la violencia, y no podía ser de otra manera, ya que las puertas que fue cerrando en su despliegue progresivo no tardaron en ser percibidas por numerosos sectores sociales y políticos en ascenso, como obstáculos que solo cabía derribar furiosamente y a como dé lugar. Con estas reacciones convulsivas siempre en aumento, el discurso decadentista y excluyente de los 30´ encontraría finalmente un interlocutor –o más bien contradestinatario- más que válido[3], que no sin configurar una paradoja patética, le otorgó crecientes dosis de plausibilidad a todos los temores paranoicos que históricamente exhibieron quienes lo definieron inicialmente.

 

II. La segunda dictadura, la disponibilidad militar de los cuerpos, y la emergencia de nuevas pautas de legitimación política

Con la llegada “por la fuerza” de los militares al centro de la escena política, la capacidad de los distintos actores del sistema político para llegar a acuerdos se vio notablemente puesta en entredicho, a partir de ese momento los conflictos pasaron cada vez más frecuentemente de la arena del debate público a la influencia directa sobre los cuerpos de los que se definía como adversarios o aliados potenciales. En este sentido es interesante acercar al análisis una de las primeras medidas de importancia que tomó la segunda experiencia militar que se inauguró en junio de 1943, fue una curiosa y masiva validación de domicilio en dependencias militares, de todos los varones del país. La decisión ocasionó –como no podía ser de otra manera- innumerables molestias en la población[4], pero lo que nadie intuía en esas primeras semanas de nuevo gobierno dictatorial que ya se denominaba a sí misma revolución de junio[5], era que con su existencia se estaban dando los iniciales y apurados pasos para la realización de la primera movilización de masas en la historia del país gestionada directamente desde el estado.    

Para 1943 el “día del reservista” era una conmemoración que ya existía en el cada vez más abultado calendario de conmemoraciones patrióticas, pero ese año en especial, la fecha adquirió un relieve sin dudas nunca antes visto. La compulsiva ratificación o rectificación de domicilio para aquellos varones que ya habían realizado el servicio militar, que como señalamos se llevó adelante con total premura e inflexibilidad en los primeros meses de vida de la revolución, repentinamente adquirió un sentido claro a principios de diciembre de ese año, éste se relacionaba con la necesidad política manifiesta de las nuevas autoridades de recuperar un vínculo efectivo entre la institución armada y sus reservistas. Eso era al menos lo que planteaba el general al frente de la cuarta región militar, Justo Zalazar Collado, quien se transformaría pronto en el cuarto interventor designado por el gobierno dictatorial para la provincia de Córdoba, así lo refería, por supuesto desde las páginas del matutino clerical cordobés, que constituía nuevamente en los ‘40 una parte integral del dispositivo publicitario de la dictadura en general y de la promoción de esta fecha en particular:

a nuestro entender el reservista no debe ser más que un hombre al servicio de la patria, el día de la reserva tiene como finalidad la vinculación de todos los que pasaron una vez por sus filas, a fin de que comprendan de que no deben ser hombres de un día sino de siempre. La patria necesita mantener unidos a sus hombres, y debe inculcarles que la persistencia de una conducta intachablemente patriótica a través de todos los años de su vida es lo único que puede salvar los destinos de la nación…la reserva de la nación no es una ideología sino un espíritu (1943, 2 de diciembre, Los principios. p.5)

 

“Ser del ejército para siempre”, era esta sin duda una idea poderosa e inédita. Ampliar el dominio de la institución armada sobre los cuerpos era entonces una tarea que la conmemoración programada debía propiciar y allí estaba finalmente la explicación de los innumerables esfuerzos organizativos previstos en los meses previos.

     A partir de las declaraciones del general, Los principios se sumó activamente a la convocatoria militar y el día siguiente comenzó a incorporar en los vértices inferiores de sus tapas, llamativos “aforismos de adhesión” al día del reservista como el siguiente: “mientras das argamasa de trabajo a la fábrica inmensa de la Patria, si sueñas que has de ser el pedestal viviente para darle sitial a la Bandera, nacerá en ti la explicación exacta de los que es la reserva. Forma al compás de la canción patriótica, tu cuadro personal de reservista el día del desfile (1943, 3 de diciembre, Los principios. Tapa). “Pedestal viviente” y “cuadro personal” en el día del desfile, estos eran los roles políticos que la “revolución de junio” esperaba de los hombres mayores que alguna vez habían pasado por sus cuarteles y que ahora debían volver para formar para siempre parte de “su cuerpo”.

     Dos días después, el aforismo clerical apelaba a una ya conocida metáfora biológica para conmover a los futuros asistentes al desfile del día del reservista: “PORQUE ERES PUEBLO SANO…pueblo de la reserva, sin contaminaciones, con un sentido vertical de la patria, jubilosa esa patria te concita para el magno desfile de tu clase. Compacta compañía de Argentinos hará lucir con gloria tu Bandera. Día del reservista, ese es tu día, porque eres pueblo sano (1943, 5 de diciembre, Los principios. Tapa), luego de esta lectura, podríamos preguntarnos cuál era entonces el pueblo enfermo que se contraponía a la masa de reservistas, o cual podría ser su cura en el razonamiento del editor.

     Más allá de estas preguntas retóricas, estos fragmentos mínimos de un dispositivo mucho más amplio permiten hacernos la idea de que el eje de la política comenzaba a desplazarse, a inicios de la década de 1940, hacia el control de los cuerpos de los ciudadanos por parte del ejército argentino. Una prueba adicional de que esto era efectivamente así, lo constituye la excepcional muestra del celo con el que se llevaría adelante el control de la multitud el día del reservista, éste se encuentra reflejado conmovedoramente en el plano publicado en la edición del día viernes 10 de diciembre de 1943, dos días antes de que se realizara el evento, allí figuran las 5 calles que desembocan en la céntrica plaza Vélez Sarsfield de la ciudad capital y los distintos grupos que confluirían hacia ella, junto con indicaciones muy detalladas de sus ubicaciones en el ejido desde donde partiría la columna principal (1943, 10 de diciembre, Los principios. p.7).

     En la explicación conjunta al grafico que representaba puntillosamente la organización espacial de quienes asistirían al día del reservista, se hizo evidente además que la organización tenía como propósito primordial respetar estrictamente las jerarquías sociales organizando a los asistentes por conjuntos designados por letras, así:

 …5) Constitución de las agrupaciones: Agrupación “A”: autoridades civiles, militares y eclesiásticas. Esta agrupación durante la concentración se ubicará en el palco oficial situado en la plaza Vélez Sarsfield con frente al norte; luego de los actos en la plaza Vélez Sarsfield encabezará la columna y a la altura de la iglesia de Santo Domingo abandonará la formación para ubicarse en el palco, desde donde presenciará el desfile (1943, 10 de diciembre, Los principios. p.7)

 

Este agrupamiento y ordenamiento minucioso, acompañado por una descripción pormenorizada de movimientos –y hasta de gestos- sigue inefablemente hasta la letra “F”, luego podemos leer instrucciones como las siguientes:

Formación. Filas de ocho hombres de frente. Distancia: Entre fila y fila, dos pasos. Entre agrupaciones, treinta pasos. Al iniciar la marcha desde Plaza Vélez Sarsfield las distancias deben haber sido tomadas…16) Se recomienda mantener la más estricta disciplina de marcha, no debiendo salir, por ningún motivo, ningún reservista de la columna de marcha, no hacer manifestación alguna de voz o contestar saludos, etc. Los jefes de agrupaciones deben hacer presente esta recomendación y controlar su estricto cumplimiento (1943, 10 de diciembre, Los principios. p.7)

 

Es difícil saber a ciencia cierta si estas especificaciones se cumplieron al dedillo, pero es importante subrayar que estos actos se replicaron en todo el país y tuvieron su centro en la plaza de mayo donde el presidente Ramírez recibió a los reservistas (1943, 13 de diciembre, Los principios. Pp.3, 4,5 y 6). Indudablemente un nuevo tipo de práctica política se intentaba imponer muy conscientemente desde el gobierno dictatorial y partía de un control estricto de los cuerpos y gestos de los asistentes, paralelamente era la propia imagen que los ciudadanos tenían de los militares la que se pretendía cambiar por aquellos días, en aras de rodearlos de un verdadero aura aristocrático que potenciara su pretendida autoridad incuestionable frente a la comunidad que pretendían gobernar.

 

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Estos extraños ejercicios simbólicos se plantearon muy gráficamente en dos episodios que vale la pena revisar, el primero es un casi cómico pedido por parte del editor de Los principios a las autoridades de la intervención provincial para cambiar algunos componentes de la vestimenta de la policía, el segundo, lo constituye el anuncio de la bendición de la espada del general que inició con su sublevación la experiencia revolucionaria del 4 de junio, Arturo Rawson.

El martes 31 de agosto de 1943 apareció publicado un insólito pedido a las autoridades provinciales para que se alteren los uniformes de gala de la policía provincial, por considerarse que eran “muy similares” a los de los militares, especialmente en lo concerniente a su principal distintivo, el sable de oficial:

En el diseñamiento[6] de los uniformes policiales se ha observado desde hace tiempo una tendencia creciente a imitar los del Ejército, la que se ha acentuado al punto de convertirlos en una copia fiel de los mismos…Esa similitud en los uniformes origina confusiones que no tienen razón de ser para las personas no suficientemente compenetradas de las características diferenciales del vestuario, y debe tenderse a que desaparezcan…Pero un punto en que es menester recalcar aún más la insistencia es en el uso del sable de oficial del ejército…la nación otorga el sable a los miembros de sus fuerzas armadas como un emblema de mando del que los inviste al egresar del colegio militar y existen disposiciones que reservan tan solo a ellos el derecho de llevarlo a la cintura (1943, 31 de agosto, Los principios. p.4)

 

Como podemos apreciar en esta aparentemente insignificante noticia, el dispositivo desarrollado en pleno contexto dictatorial para dotar a las autoridades militares de un poder de mando indiscutido y plenamente reconocido sobre la población civil, no reparaba en ningún detalle. Reiteradamente se puede percibir en esta noticia a los principales “aliados” y “colaboradores” civiles del régimen como los más preocupados por mantener la autoridad política militar sin “macula” alguna, denunciando con su celo la plenamente simbiótica relación que los unía.

El siguiente episodio refleja probablemente mejor que ningún otro esta relación entre dos corporaciones que constituían por segunda vez el núcleo duro de la alianza gobernante detrás de cada experiencia dictatorial del siglo XX argentino:

En la quietud campesina de Sumampa, donde se alza el histórico santuario de Nuestra Señora de la Consolación se realizará en estos días una devota ceremonia: el ofrecimiento de su espada por el general Argentino y embajador ante Río de janeiro, Arturo Rawson. Se renovará así una ceremonia tocante en lugares de tradición, como aquel delicioso y apartado sitio del interior argentino (1943, 16 de setiembre, Los principios. p.4)

 

Lejos de su pretendida relación con “tradiciones inmemoriales”, estas ceremonias de sumisión del poder militar respecto del religioso que se repetirían casi hasta el hartazgo durante cada una de las dictaduras argentinas, comenzaron muy puntualmente con el establecimiento de una verdadera alianza política entre estas corporaciones a partir de finales de la década de 1920 (Zannata.1996), que posibilitó en buena medida el ocaso temprano de la democracia ampliada gestionada por el radicalismo a partir de la sanción de la ley Saenz Peña en 1912. Vinculación que se profundizaría notablemente durante el gobierno de Agustín P. Justo, quien haciendo un uso más que sagaz de sus propias limitaciones políticas apelaría a la iglesia como un medio de legitimar su gobierno manchado por el estigma del denominado “fraude patriótico”, entendimiento que apuntalaría por lo demás decisivamente los trece años que el conservadurismo argentino se mantendría en el poder luego de la asonada de setiembre de 1930.

Pero probablemente lo más interesante del gesto que analizamos, que copia modelos de la aristocracia guerrera europea con la que sin dudas los militares argentinos se identificaban demasiado fervientemente teniendo en cuenta que se trataban de oficiales – al menos formalmente- al servicio de una república, es que pone en evidencia contundentemente la crisis irreversible de los valores liberales que habían acompañado la gestación de la estructura institucional de la nación desde mediados del siglo XIX.

 

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Los ejemplos que analizamos ofrecen un fantástico testimonio de las formas a partir de cuales el discurso nacionalista articulado a partir de 1930 comenzaba a traducirse en un ordenamiento gestual de los cuerpos por parte de los gobiernos dictatoriales, que suponía un control estricto y pautado desde el estado e impuesto sobre una sociedad que se percibía como en trance de incorporarse masiva e irremisiblemente a la vida pública. Simultáneamente las prerrogativas de las minorías gubernamentales respecto de la gestión de este proceso ordenado de movilización popular, se apuntalaban simbólicamente en una puesta en escena mediática de las desigualdades más absolutas, que encontraban como protagonistas excluyentes a los representantes corporativos del régimen: clérigos y militares, destinadas a enaltecerlos hasta un lugar de preeminencia incompatible con cualquier ordenamiento republicano.

Observándolos en una perspectiva que partiera desde 1930, estos ejercicios simbólicos y discursivos no dejan de aparecer como “ensayos” progresivos, de un intento de legitimación política alternativo a los dictados de la soberanía popular. Son indicios apenas de un intento sistemático y de largo plazo por reconstruir autoritariamente y desde arriba el esquema institucional del país emergido a partir de la constitución de 1853, en este orden de cosas funcionan como un vasto operativo de transformación cultural predestinado a dejar huellas profundas en un espacio público nacional en el que lejos de obturar la influencia de las instituciones liberales encabezadas por los partidos, el siempre tumultuoso movimiento estudiantil reformista o las instituciones representativas de la clase media, despertaron iniciativas de resistencia desde la sociedad civil que no tardaron en sumergir por completo al sistema político en una espiral de enfrentamientos cada vez más agudos, que culminarían en el baño de sangre gestionado por la última experiencia militar iniciada a mediados de los setentas.

Antes de ello y todavía en el corazón de la experiencia de la revolución de junio, un coronel Perón que ya se reconocía ampliamente como el principal gestor de un sistema nacional destinado a movilizar a las masas obreras a través de las secretarías de trabajo que funcionaban en cada una de las provincias, heredero de las iniciativas tempranas asociadas con el día del reservista, así le respondía a una clase media, también en marcha en un empeño inclaudicable por ponerle fin a una experiencia que asociaba sin pelos en la lengua con los totalitarismos moribundos en un mundo sumergido en el tramo final de la segunda guerra mundial: “…para un pueblo de hombres de corazón…no existen fuerzas internas ni externas capaces de detenerlo. A las fuerzas internas las arrollaremos, y a las externas que quisieran amenazar nuestro porvenir les enseñaremos que aun cuando los argentinos no somos lo suficientemente fuertes, somos valientes y nobles como para morir en nuestras fronteras si fuera necesario…”  (Domingo 10 de setiembre de 1944, Los principios. Tapa). Al final de la segunda dictadura militar argentina, la política nacional ya se percibía, por parte del único militar que había sabido trascender su rol profesional para transformarse en el principal político del país, como una guerra a todo o nada[7]. Con estas precisiones una nueva etapa en la vida del discurso nacionalista y clerical se abría y como no podía ser de otra manera, había sido engendrada en el vientre de un gobierno de facto.

 

III. La crisis política y la destrucción de la autoridad estatal como el marco del estado genocida

Aunque incontestablemente no bastan para dar cuenta de la brutalidad del proyecto de reconfiguración social que encararon los militares argentinos a partir de 1976, estos ejemplos históricos constituyen indicios de que muchos de los rasgos que Calveiro identifica en los gestores y las víctimas de los campos de concentración, se definieron en una infinidad de intervenciones discursivas llevadas adelante fundamentalmente a partir de setiembre de 1930 en el seno de las primeras experiencias de gobiernos de facto de la historia argentina.

     La necesidad imperiosa de los aliados mediáticos de estos gobiernos, encarnados en una intelectualidad nacionalista y clerical sumamente hábil a la hora de generar polémicas y disputar las representaciones de la ciudadanía con la prensa liberal hegemónica, de apuntalar simbólicamente iniciativas políticas que de hecho venían a clausurar definitivamente la democracia ampliada emergida a partir de 1912, fue gestando un progresivo universo discursivo que escudado en su referencia permanente a los valores del patriotismo, la nacionalidad o la sagrada bandera, transitaba recursivamente por tópicos como el decadentismo, la enfermedad social, la idea refundadora de la nación, con el propósito de llegar a instalar en la opinión pública la necesidad de poner en funcionamiento nuevos marcos de legitimidad política que le otorgaban a la iglesia y el ejército roles sustitutivos del canon liberal basado en la idea de soberanía popular.

Como vimos en los apéndices previos, este discurso se configuraría y proyectaría en una lucha permanente y de largo aliento contra un liberalismo en crisis, pero aún lo suficientemente poderoso como horizonte de expectativas como para obturar cualquier intento de construir un régimen autoritario permanente. A esta disputa cultural implacable se le sobreponía otra de naturaleza más inmediata, que se llevaba adelante en la calle a través de movilizaciones masivas, impulsando a los distintos agentes a una pauta de enfrentamiento cuerpo a cuerpo que se actualizaba con la emergencia de cada una de las experiencias militares que jalonaron el siglo XX argentino, sumando violencia en una ecuación que avanzaba con una lógica espiralada hacia el exterminio de uno de los extremos. En este punto la crisis política ya aparecía en el transcurso de la tercera experiencia dictatorial, como un proceso capaz de alimentarse por sí mismo y temerariamente escapaba de los márgenes de control de cualquier agente político individual o colectivo.

Si en 1943 la idea de los militares y sus aliados civiles era disciplinar los gestos y encauzar las pulsiones políticas en la movilización, para 1976, la disciplina quebrada por la existencia de grupos que le disputaban al estado cada vez más abiertamente el monopolio de la violencia física y simbólica, debía imponerse desde adentro a los sujetos. Para ello se apuntó a trastornar totalmente al “organismo social” de cara a reeducarlo por completo en el temor, generando un lugar donde todos los salvajismos de una historia previa de enfrentamientos y enconos pudieran desatarse sin miramientos, sin falsos pudores:

No se puede olvidar que la sociedad fue la principal destinataria del mensaje. Era sobre ella que debía deslizarse el terror generalizado, para grabar la aceptación de un poder disciplinario y asesino; para lograr que se rindiera a su arbitrariedad, su omnipotencia y su condición irrestricta e ilimitada. Sólo así los militares podrían imponer un proyecto político y económico pero, sobre todo, un proyecto que pretendía desaparecer de una vez y para siempre lo disfuncional, lo desestabilizador, lo diverso. Por eso la sociedad sabía. A ella se dirigía en primer lugar el mensaje de terror; ella era la primera prisionera  (Calveiro, 2004.p. 95)

 

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Para terminar surge la pregunta respecto del éxito o no en esta tarea de reconfiguración social llevada adelante a través del proyecto de reorganización nacional instaurado en 1976, nuevamente para responder uno podría remitirse a la comparación con el resto de las experiencias autoritarias que la precedieron, en todos los casos sus finales sumidos en un contexto de crisis política comparable al que las vieron nacer, indicaron que estos gobiernos militares no pudieron cumplir con sus expectativas de máxima. En el caso del uriburismo, su reemplazo por el mucho más pragmático “justismo” a partir de mediados de 1931, cuando todavía le quedaban a la “revolución” seis meses de vida –el tiempo suficiente para que Justo conformara una alianza de partidos conservadores capaz de llevarlo a la presidencia-, indicó su fracaso, aunque no sin antes sumir al esquema institucional del país en una era conservadora marcada por lo que (Halperín Donghi, 2006) describe como la existencia de una “república imposible” cimentada en el llamado “fraude patriótico”.

Por su parte, la revolución de junio de 1943, transitaría por un meándrico proceso de mutaciones que la transportaría finalmente a dar a luz al peronismo en 1945, en medio de una crisis política casi incontrolable que llevó a este discurso nacionalista y clerical que constituyó nuestro objeto de estudio, a mostrar por primera vez su capacidad cierta de llevar a un país preso de sus propias contradicciones políticas al borde de la guerra civil[8].

Finalmente, el gobierno de la denominada “revolución argentina” mostraría hasta qué punto los propósitos militares de todas las experiencias previas de “estatalizar la política” (De Riz.1986) , esto es llevar los conflictos hacia el interior de la estructura del estado a través del ensayo final de un tipo de representación corporativa que de hecho funcione como una alternativa al poder de los partidos, estaban preparados para engendrar el desarrollo de una práctica política extendida marcada por la imposición física a través de la violencia efectiva, ya sea militar, sindical, guerrillera o la puja distributiva salvaje. En definitiva aunque esta experiencia se proponía –al igual que sus antecesoras- terminar “permanentemente” con la democracia política, fue extraordinariamente eficiente para romper todos los precarios acuerdos de convivencia que sobrevivían de un esquema liberal y democrático ya descompuesto casi por completo, “democratizando” y extendiendo entre los agentes sociales aquella práctica política que definió históricamente a los militares y que se basaba en el crudo uso de la fuerza como recurso y justificación.

     La conclusión que se impone entonces para todas estas experiencias es que con cada una de ellas el estado fue perdiendo peligrosamente su “autoridad” frente a la sociedad que debía gobernar. A la sazón, las pretensiones militares de imponer un modelo restrictivo de la participación sobre una clase media ya movilizada en los 30´, su intento de gestar un modelo corporativo por fuera de un régimen liberal al que sin embargo nunca se desestructuró permanentemente, pasando por su alianza permanente con una corporación eclesiástica empeñada ciegamente en “cristianizar” compulsivamente y desde las cúspides del poder estatal a una sociedad ampliamente modernizada por el desarrollo económico en los 40´, y finalmente, su empeño por abolir toda participación a una sociedad que ya se estructuraba alrededor de una lógica de luchas de clases y afluencia incontenible de las masas a la política en los 60´, no constituirían sino variantes subsecuentes de un proyecto político inviable, que atravesaría todo el siglo XX argentino necesitando de dosis crecientes de violencia estatal y de coacción para siquiera poder llegar a enunciarse.

 

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Como bien plantea Arendt poder y violencia no son lo mismo, y de hecho la apelación sistemática a la segunda puede muy bien ser una prueba de que no se opera efectivamente sobre los flujos del poder. Y esto es así porque el último remite a esa capacidad de coordinar las acciones del grupo, refiere entonces a una construcción relacional, en este sentido no hay poder sin legitimidad política y ésta no se puede fundar permanentemente en la violencia, que representa en todo caso simplemente una “herramienta” para potenciar la autoridad en el corto plazo:

“…el poder corresponde a la esencia de todos los Gobiernos, pero no así la violencia. La violencia es, por naturaleza, instrumental; como todos los medios siempre precisa de una guía y una justificación hasta lograr el fin que persigue. Y lo que necesita justificación por algo, no puede ser la esencia de nada. (Arendt, 2006: 70)

 

Siguiendo este razonamiento uno podría concluir que la experiencia iniciada en 1976 reflejó todas las impotencias de un discurso nacionalista y clerical, que aunque siempre quiso uniformar a la sociedad argentina de hecho la dividió más que nunca, que apeló a la violencia representada en los militares porque, adoptando todos los rasgos de una ideología del resentimiento, resignó desde el principio de su historia una legitimidad política amplia. Además de definir y sostener una y otra vez variantes de un proyecto político que apelaba al establecimiento de un modelo de sociedad excluyente, incompatible con la modernización y el desarrollo económico y urbano que adquirió el país desde principios del siglo XX.

En este contexto histórico de fracasos sistemáticos, la última dictadura pudo finalmente adjudicarse un triunfo, pero solo porque sus objetivos fueron mucho más limitados que los de sus predecesoras. Más allá del rimbombante título de “proceso de reorganización nacional” su proyecto político y su pericia al frente del gobierno nunca fueron más allá de la pura represión, y lo que es más importante, con su puesta en práctica irrestricta y su éxito definitivo anularon el rol político que las fuerzas armadas venían desarrollando en la política argentina.

Esto fue así porque la violencia asesina e indiscriminada que exhibió sin pudores la última dictadura, probó finalmente la impotencia de sus propias propuestas políticas, de su propio universo significativo. Los campos de concentración llevaron hasta las últimas consecuencias los efectos del discurso[9] que se venía articulando desde setiembre de 1930, condenando para siempre a los militares como agentes políticos: “Reemplazar al poder por la violencia puede significar la victoria, pero el precio resulta muy elevado, porque no sólo lo pagan los vencidos; también lo pagan los vencedores en términos de su propio poder” (Arendt, 2006.p.74).

Los militares Argentinos dieron cuenta muy brutalmente desde el gobierno del axioma que indica que no se puede fundar un “nuevo orden” a través de la violencia, además dejaron en claro los límites políticos de las ideologías del resentimiento con sus lógicas  referenciales estrechas y sus  razonamientos limitados; Pero también le concedieron un “regalo griego” a la democracia que les sucedió, este tiene que ver directamente con los interrogantes sobre los significados y representaciones del poder político en el marco de una sociedad como la argentina atravesada por un siglo de enfrentamientos sin límites, que se traducen nuevamente hoy en una cuestión que ni el discurso nacionalista y clerical ni su contraparte liberal y democrática parecieron poder resolver: la reconstrucción de la autoridad estatal.

Estos retos se enuncian hoy en los múltiples enigmas por resolver respecto de cómo recomponer la autoridad estatal luego de los campos de concentración, cómo reconstruir una idea de comunidad amplia después de la tortura y el asesinato en masa, cómo convivir en un país que fue atravesado transversalmente por la violencia política. Respecto de ellos, solo el tiempo y la historia como el reflejo de nuestras luchas y acuerdos cotidianos podrán responderlos

 

 

Referencias bibliográficas

Angenot, Marc (2005) “Fin de los grandes relatos, privatización de la utopía y retórica del resentimiento”. Córdoba. Revista Estudios Número 3. Editorial CEA-UNC.

 

Arendt, Hannah (2006) Sobre la violencia. Madrid. Alianza Editorial.

 

Calveiro, Pilar (2004) Poder y desaparición: los campos de concentración en Argentina. Buenos Aires. Editorial Colihue.

 

De Riz, Liliana. (1986) “Política y Partidos. Ejercicio de Análisis Comparado: Argentina, Chile, Brasil, Uruguay.” en: Desarrollo Económico Vol. XXV N°100. 198. Artículo presente en el texto de: Ansaldi, Waldo: Partidos y sistemas de partidos en Latinoamérica. UBA. Facultad de ciencias sociales. Carrera de sociología.

 

Elías, Norbert (2009) Los alemanes. Buenos Aires. Editorial trilce.

 

Halperín Donghi, Tulio (2004) La república imposible (1930-1945). Buenos Aires. Editorial Ariel.

 

Potash, Robert A (1980) El ejército y la política en la Argentina 1928-1945. Buenos Aires. Editorial sudamericana. Capítulo IX.

 

Roitenburd, Silvia, N (2000) Nacionalismo católico en Córdoba (1862-1943). Córdoba. Ferreyra Editor. 

 

Verón, Eliseo (1980) Discurso, poder, poder del discurso. Anais de primeiro coloquio de semiótica. Rio de janeiro. Loyola.

 

Zanatta, Loris (1996) Del estado liberal a la nación católica. Quilmes. Editorial universidad nacional de Quilmes.

 

Zanata, Loris (2013) Perón y el mito de la nación católica. Buenos Aires. Eduntref. Capítulo 5.

 

Fuentes Documentales

Los Principios (1930), 16 de octubre. p. 7. Córdoba.

Los Principios (1930), 10 de setiembre. Tapa. Córdoba.

Los Principios (1943) ,19 de agosto 1943. p. 5. Córdoba.

La voz del interior (1943), 18 de agosto de 1943. p. 9. Córdoba.

Los Principios (1931), 12 de abril. p.6. Córdoba.

Los Principios (1943), 2 de diciembre. p.5. Córdoba.

Los Principios (1943), 3 de diciembre. Tapa. Córdoba.

Los Principios (1943), 5 de diciembre. Tapa. Córdoba.

Los Principios (1943), 10 de diciembre. p.7. Córdoba.

Los Principios (1943), 13 de diciembre. pp.3.4.5.6. Córdoba.

Los Principios (1943), 31 de agosto. p.4. Córdoba.

Los Principios (1943), 16 de setiembre. p.4. Córdoba.

Los Principios (1944), 10 de setiembre. Tapa. Córdoba.

Los Principios (1944), 29 de Octubre. p.6. Córdoba.

 

 

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Sobre el autor

Esteban Chatelain

estebanchatelain@gmail.com

Licenciado y Profesor de Historia por la Universidad Nacional de Córdoba. Docente en el Área de Historia en la misma casa de Estudios.

 



[1] Ese mismo año se publicaría la famosa biografía de Juan Manuel de Rosas, escrita por el notable interventor en Córdoba, que inauguraría formalmente la historiografía revisionista que acompañaría por décadas como su más importante componente cultural y simbólico, el tránsito del nacionalismo clerical como alternativa política. 

[2] La naturaleza restrictiva y excluyente del proyecto político que define la derecha nacionalista y clerical está efectivamente explicado y desarrollado en (Roitenburd, 2000).

[3] A partir de la emergencia de esta contraparte, crecientemente dispuesta a incorporar dosis crecientes de violencia como forma de expresión política, se configuraría lo que Elías denomina un proceso de enlace doble (Elías.2009.Pp.202-214), entendido como una dinámica de relación social que progresivamente va superando las capacidades reflexivas de los agentes sociales por gobernar los efectos de sus acciones, realimentándose constantemente con el aumento de las apuestas por la violencia de los contendientes y finalmente desembocando en el establecimiento efectivo de propósitos de exterminio mutuo.

A partir de este concepto, se puede entender a la violencia política como un fenómeno ineludiblemente relacional, aislándolo además de cualquier intención o voluntad individual, que desembocaría en una idea conspirativa de la política. Siguiendo estos razonamientos, ésta adquiere entonces en su despliegue progresivo, la forma de un proceso espiralado que va agudizando sus características constitutivas, hasta destruirse por sí mismo producto de sus propias contradicciones.

[4] Ver por ejemplo. Los principios. Jueves 19 de agosto 1943. Pág. 5 y La Voz del Interior miércoles 18 de agosto de 1943. p. 9.

[5] Es interesante destacar el uso de esta palabra como denominación de sí mismas que utilizaban estas primeras experiencias dictatoriales, porque indican palpablemente con su sentido subversivo, la voluntad de “violentar” todo un orden de cosas que se proponían estos gobiernos. En relación con esto, las precisiones del primer presidente de facto de la historia argentina operan como un testimonio contundente respecto del rol que se auto-adjudicaban los militares: “…No señores yo no soy un presidente constitucional de la Nación, soy el jefe de una revolución, que está en el gobierno por el hecho de haber triunfado…”[5] (1931, 12 de abril, Los principios. p.6).

En contraposición directa con estas concepciones originarias, las últimas experiencias militares se percibieron a sí mismas, no tanto como generadoras de un “nuevo orden”, sino como las encargadas de restablecer equilibrios políticos perdidos. Es fantásticamente reveladora de una curiosa inversión simbólica –que no deja de confirmar el increíble desquiciamiento que insertaron los regímenes dictatoriales en la historia política del país-, que las palabras revolución –o subversión- que los primeros militares no hubieran dudado en usar, se transformaran en las últimas experiencias de este tipo en los rasgos más característicos del enemigo a perseguir o eliminar.

En ambos casos no obstante, el uso de la violencia contra la sociedad civil como principal herramienta política apenas se disimula, pero es significativo y remarcable el hecho de que la totalidad de las experiencias dictatoriales argentinas, parecieron en este sentido dialogar consciente o inconscientemente con sus propias antecesoras, o lo que es lo mismo, parecieron construir progresivamente las condiciones sociales, simbólicas y discursivas, de sus sucesoras, certificando que en la intención política más perdurable de los militares siempre estuvo el propósito de anular a la sociedad civil nacional como un espacio de tomas de decisiones relativamente autónomo de la influencia del estado.   

[6] Las reproducciones de estos párrafos se consignan exactamente como figuran en los originales.

[7] Este “aprestamiento para el combate” se ratificó en otro discurso confrontativo decisivo, dado solo unas semanas después por el coronel Perón esta vez desde la sureña ciudad de Villa María, allí se pudieron escuchar palabras como estas: “…es necesario que todos los argentinos comprendan que esta es una revolución y que como tal ha de revolucionar el campo político, el campo económico y el campo social…necesitamos renovar valores, esta revolución debe ser tomada por la juventud argentina, por estructura de una nueva argentina de la que esté ausente el fraude y los sofismas políticos...cada argentino que tenga un corazón bien puesto debe pensar que sobre esta generación pesa la tremenda responsabilidad del futuro de la nación y tiene el deber de trabajar en la esfera de la acción para acumular el máximo de energía y de fuerza para impulsar esa grandeza hacia donde él la ve, sea en verdad, sea equivocadamente. Lo único que en este momento constituye un delito infamante para la ciudadanía es encontrarse fluctuosa entre uno y otro bando cuando ha de decidirse el futuro de la nacionalidad en la lucha en la que estamos empeñados…es necesario colocarse ya en el bando que crean justo y si es necesario salir a luchar a la calle por salvar a la nación…” (29 de octubre de 1944, Los principios. p.6).

[8] El clima de tensión del crucial año de 1945 y la alternativa cierta de que podía desembocar en un enfrentamiento generalizado, están muy vívidamente desarrollados en: Zanatta (2013) y Potash (1980).

[9] Siguiendo a Eliseo Verón uno podría concluir que la realización de la “pretensión de absoluto” que existe en todo discurso político lo anula como tal, ya que elimina todos los “eufemismos” que median necesariamente en los debates políticos junto con el receptor de ese discurso. En su lugar solo queda el impacto de las balas o la tortura sobre el cuerpo destrozado del otro. Junto con los cuerpos desaparecidos los militares “desaparecieron” también a los demonios que articulaban todo su discurso político y se quedaron sin argumentos a los ojos del mundo, y sin ellos no hay poder ni política posible, porque no hay relación social posible. (Verón.1980. pp.96-97)