Los secretos del embajador Petrella. Sainete diplomático argentino
_____
Carlos Escudé
carlos.escude@gmail.com
Centro de
Estudios de Religión, Estado y Sociedad (CERES) / CONICET, Argentina
Resumen
El presente escrito es en
parte un relato autobiográfico, y en parte análisis situado de algunos pormenores
relacionados con las negociaciones que se desarrollaron entre la República de
Chile y la Argentina a raíz del litigio de
los Hielos Continentales y los heterodoxos caminos de la diplomacia para
articular posiciones, revelar datos y obtener apoyos públicos y políticos. En tal
escenario, el autor se ubica en un inicio como actor clave para “ponerle punto
final a la larga historia de desavenencias territoriales entre Argentina y
Chile” jugando un rol particular en la difusión de documentos “calificados”,
pero desnudando mecanismos políticos, rencillas personales, artificios
mediáticos y legales como partes fundamentales de los vaivenes de la diplomacia.
Palabras clave: Argentina; Chile;
hielos continentales; derecho internacional; diplomacia; Petrella
Fernando siempre intuyó que yo era un hombre
peligroso. Un indeseable. En cuanto tuvo la oportunidad, hizo lo posible por
meterme preso.
Su olfato era infalible. Percibía a un
oportunista que rondaba por el despacho del ministro, interviniendo en asuntos de
Estado reservados al funcionariado, beneficiario de generosas becas
norteamericanas, sospechoso de servir a la CIA o al Departamento de Estado.
Un infundio. Yo siempre defendí los intereses
de Chile. Que, por supuesto, coinciden con los de Argentina. Y con los del dios
bifronte que nos separa.
En 1986, Pinochet me confirió la Orden del
Libertador Bernardo O'Higgins por mi campaña a favor de la paz entre los dos
países trasandinos. Uno siempre es trasandino respecto del otro, y si se supone
que ambos son patrióticamente equivalentes, los dos están de este lado del
bien.
Yo era Ciudadano de un país y Comendador del
otro. Me sentía un personaje operístico; el enemigo de Don Giovanni; el héroe
que daba la vida por el honor de su hija y luego regresaba de los infiernos
para arrastrar al infausto donjuan a las llamas.
Cuando Bernardo Neustadt me convocó a su
programa televisivo “Tiempo Nuevo” para que explique por qué más o menos la
mitad de los Campos de Hielo que siempre habíamos supuesto nuestros serían adjudicados
a Chile, la noticia sobre el venidero debate cundió de inmediato. También
participarían mi gran amigo, Enrique Vera Villalobos y, por la oposición, el
benemérito ciudadano radical Raúl Alconada Sempé, yerno y exvicecanciller de
Alfonsín, y el especialista Carlos Pérez Llana.
El entonces jefe del gabinete de Di Tella,
Andrés Cisneros, me pidió una reunión. Me dijo que la mía era una misión
delicada. Debía explicar al público argentino que el acuerdo negociado con
Santiago era un importante logro, y que si no acordábamos esta división de los
cubitos de hielo en disputa, posteriormente perderíamos muchos más.
Para que comprendiera el porqué de sus
dichos, Andrés me entregó dos estudios coincidentes, uno del embajador
argentino Marcelo Delpech, más escueto, y el otro del conocido jurista uruguayo
Eduardo Jiménez de Aréchaga, consultor circunstancial del gobierno argentino.
Ambos habían estudiado la documentación
histórica y habían descubierto que las pretensiones de Argentina eran mayores
que a principios del siglo XX. La línea demarcatoria trazada en 1898 por
nuestro patriota Perito Francisco P. Moreno y su par chileno Diego Barros
Arana, presentada al Tribunal arbitral de S.M. Británica, otorgaba a la
Argentina menos territorio que la traza poligonal negociada en 1991, cuya
ratificación ahora se discutía. Nuestra ambición se había magnificado con el
tiempo.
Si nos echábamos atrás, nuestros vecinos nos
llevarían a un arbitraje. El jurista uruguayo, que tenía amplia experiencia en
la materia, era terminante en su opinión de que una corte internacional no
desatendería ese fatal antecedente, y perderíamos. Había que evitarlo a todo
trance. El oriental había presidido diversos tribunales arbitrales por
cuestiones territoriales y sabía de lo que hablaba.
Cisneros me advirtió que el documento era
reservado, no por su contenido sino porque el trabajo para nosotros del amigo
Jiménez, muy bien pago en negro, era incompatible con sus obligaciones
contractuales frente a los tribunales internacionales de los que era miembro.
Era menester ser agradecido por su importante servicio y resguardar su
reputación.
Cuando me retiré del despacho de Cisneros con
una fotocopia del precioso dictamen en mi temblorosa mano, varias turbulencias
agitaban mi cerebro.
Si Andrés me había entregado una copia del
documento mismo, con membrete, firma y sello del jurisconsulto, en vez de
pedirle a Gloria un resumen de los argumentos principales, era para que lo
usara. No lo podía confesar, obviamente, porque hubiera sido una gruesa
violación de las reglas del juego, pero me mandaba al frente, casi con un
guiño, a sabiendas de la carga de demencia que yo portaba.
En verdad, el secreto mejor guardado de la
Cancillería de Di Tella era que a mí me habían echado del Ejército por loco.
“Personalidad psicopática”, para ser imprecisos, e “inútil para todo servicio”.
Petrella no lo sabía, pero su fina nariz lo olfateaba. Una barba tan desprolija
como la mía no podía venir sola.
Guido creía que era importante tener un loco
a bordo. “Piró bien”, solía decir con un brillo travieso en los ojos. Fernando
se hacía cruces y musitaba que el ministro habría de ser un santo para ser tan
tolerante conmigo.
Por cierto, en alguna ocasión el embajador se
había enfurecido al comprobar que yo mechaba párrafos de mi "realismo
periférico" en los artículos que el Canciller me encargaba escribir para
publicar con su firma. De esa manera, yo dejaba el rastro de la autoría del
pensamiento. En realidad no era necesario, porque por lo menos a principios de
su gestión, cada vez que Guido abría la boca me citaba sin darse cuenta.
Además, al Canciller no le molestaba mi
maniobra. El poder, delegado por Menem, era suyo. Sin él, yo era apenas un
autor. Que buena parte de las ideas más generales de su gestión provinieran de
mis escritos no le turbaba, si él era el artífice de la transformación que
llevábamos a cabo. Guido era un grande.
En cambio, los diplomáticos de carrera,
provenientes de un círculo cuyos miembros no publican sus propias ideas, no
soportaban mi desembozada intervención. Académicos verticalistas como Mario
Rapoport, tampoco. Para ellos, el asesor debía permanecer discretamente en las
sombras.
Petrella estaba impedido de competir por la
gloria y hubiera querido que sólo los políticos, a quienes estaba condenado a
servir, tuvieran un lugar en esa esfera. "El hombre de Estado", solía
decir pomposamente para referirse a presidentes y ministros. Éstos eran los
únicos responsables de las políticas que él, por juramento profesional, debía
acatar e implementar. Que se entrometiera un intelectual que no acarreaba la
mancha propia de esos políticos profesionales era insufrible, a no ser que yo
fuera... ¡un agente yanqui! Sólo adjudicándome una corrupción mayor que la de
sus amos podía el buen Fernando soportar la idea de la intrusión de quien no
arrastraba el pasado de prostituciones diversas y sucesivas de sus jefes
naturales.
“¡Infiltrado norteamericano! ¡O quizá del Foreign Office, MI6, o
cualquier otro servicio occidental!”, musitaba para sí el embajador, con
patriótico celo.
Pero lo que no sospechaba Petrella era que yo
era un chilenófilo impenitente, un orgulloso Comendador ansioso por contribuir
a la mayor gloria del Palacio de la Moneda y de sus ejércitos.
Al salir del despacho de Cisneros ingresé a
las oficinas contiguas. Hacía poco que había renunciado a mi posición oficial
de asesor de Di Tella, y me manejaba por ese territorio como pez en el agua.
Guido y Andrés me habían pedido que renunciara cuando me tomé el atrevimiento
de publicar un artículo donde exponía mis transgresoras ideas acerca de las
Malvinas. El Canciller me dijo que mi relación con él no cambiaría, que yo
seguiría siendo su hombre de consulta, pero que frente al público quedaríamos
desvinculados. La misión que me encomendó Cisneros estaba en ese contexto.
No sé si el personal de Cancillería había
recibido instrucciones de la superioridad o si la suya era simple discreción
profesional, pero a mí me permitían ir y venir sin hacer preguntas, apoyado en
un coqueto e innecesario bastón con estoque. Confiado en esa libertad, caminé
algunos metros desde la oficina de Andrés y me senté frente a un escritorio.
Inhalé profundamente para calmar mi agitación, y examiné cuidadosamente el
documento.
El sobrio membrete de Jiménez de Aréchaga
lucía elegante. La información y los razonamientos del jurista eran
contundentes. Pero algo faltaba para que la prensa le diera toda la urgente
importancia que debía otorgarle al terminante dictamen, alertando al público
sobre la imperiosa necesidad de apoyar el acuerdo firmado por los presidentes
Menem y Aylwin.
¡Le faltaba un sello de SECRETO!
Me desplacé entonces hacia el escritorio de
Gloria, examinándolo rápidamente en busca del típico porta-sellos circular de
las oficinas de nuestros abuelos. Pronto mis ojos dieron con él, y procedí a
identificar la estampadora que necesitaba.
“Reservado”, decía una. “Urgente”, ofrecía
otra. La tercera fue la vencida: “¡SECRETO!”
Miré a la dignísima Sra. de Acevedo Díaz y le
dije: “Gloria… ¿la tinta?” Ella me devolvió la mirada, imperturbable, y
suavemente señaló la almohadilla con el grácil dedo índice de su mano
izquierda. “¡Gracias!”, le dije, y procedí a humedecer el sello y a estampar mi
copia del documento.
Apresurado, bajé del piso 14 y me lancé a
paso ligero por la calle Reconquista. Estaba obsesionado con mi nueva misión
histórica: contribuir a ponerle punto final a la larga historia de
desavenencias territoriales entre Argentina y Chile, solucionando el último
litigio: el de los Hielos Continentales. Ya había hecho mi aporte a la
aceptación del Tratado de Paz y Amistad de 1984, que terminó con el peligroso
pleito del Beagle, y ahora debía urgir a mis compatriotas a aceptar la gélida
poligonal, tanto más favorable que la línea heredada del Perito Moreno en 1898.
Y para eso, debía presentar un documento “secreto” en un programa televisivo
emblemático.
Para ser más efectivo, Enrique Vera
Villalobos y yo debíamos funcionar como un equipo. Pero Cheto era un abogado
avezado que quizá desaconsejase la divulgación de un documento secreto. Por
eso, yo debía jugar de manera calculada. No debía darle tiempo para pensar. No
debía comentarle nada hasta que estuviésemos a bordo del auto que nos
conduciría al canal, y allí debía sorprenderlo, entregándole una copia del
documento, contándole cual sería mi estrategia, e invitándolo a acompañarme con
patriótica complicidad. Lo nuestro era un imperativo categórico que hubiera contado
con las bendiciones de Kant. Uno tras otro, el Quijote, Mr. Pickwick y Cyrano
de Bergerac desfilaron por mi mente, dándome la razón con entusiasmo y
asegurando que era moralmente obligatorio correr los riesgos que se avecinaban.
Es así que, el 18 de agosto de 1992, ya
embarcados en el coche del canal, procedí a entregarle los papeles a Cheto y a
anoticiarlo de mis planes. Le conté todo, incluso que al sello de “secreto” lo
había agregado yo.
Mi brillante y erudito amigo era un hombre
valiente que se quitó la vida en 1995 con un balazo en la boca. Era todo lo
contrario de un miedoso. Pero me miró aterrado, como diciéndome desesperado que
no es así como se cometen los suicidios. No obstante, aceptó con nobleza la
entrega de los dictámenes, aunque sin comprometerse a blandirlos frente a las
cámaras. Yo llevaría la iniciativa en ese plano.
En el estudio televisivo, ya en el aire, se
armó una batahola. Entregué los papeles a los demás miembros del panel, y a
Neustadt le dije que los dejaba en su custodia porque sabía que él era un
argentino leal y los difundiría. Bernardo me miró con sorna e incredulidad.
Seguramente se preguntaba de dónde podía haber salido un perejil de tal
calibre, inconcebible en las pampas del Viejo Vizcacha. Mientras Cheto leía párrafos
textuales de los dictámenes para las cámaras, Alconada Sempé vociferaba,
preguntando cómo era posible que un exvicecanciller como él no hubiera sido
informado de la existencia de esos dictámenes.
…
Cuando el trance llegó a su fin, Cheto y yo
regresamos temblorosos a nuestros respectivos hogares. Al día siguiente, 19 de
agosto, la normalidad aparentemente había regresado a nuestras vidas. Pero lo
que yo no sabía era que Fernando Petrella, eximio esgrimista del Club Francés,
lanzaría ese día su mortífera estocada. Era la oportunidad que ansiaba y que
ahora se le presentaba servida en bandeja.
Por cierto, hacía tiempo que sus colegas de
la Asociación Profesional del Cuerpo Permanente del Servicio Exterior de la
Nación buscaban voltearme, y esta era su gran oportunidad para quedar como un
héroe frente a sus hermanos. Los profesionales de la diplomacia, que nunca
habían visto con buenos ojos mi incorporación a la Cancillería, habían
intentado hacerme expulsar cuando, en el contexto de un seminario de FLACSO de
marzo de 1992, yo había elogiado efusivamente al prestigioso embajador Lucio
García del Solar. Dije que, cuando en ocasión del derrocamiento del presidente
Illía, Lucio había renunciado a su embajada en Moscú y al servicio diplomático,
había demostrado que la diplomacia no necesita ser una prostitución.
El diario La
Nación y los diplomáticos mismos interpretaron que yo había dicho
que la diplomacia argentina se había prostituido. En consecuencia, decidieron
querellarme penalmente por injurias contra su gremio. El 18 de marzo, una nota
de La Nación titulada “Juicio a
un asesor del canciller” se anticipaba a algo que, por fortuna, nunca se
produjo. Para evitarlo, acompañé hasta FLACSO al embajador Gustavo Figueroa,
presidente de la Asociación, para juntos oír la cinta grabada durante el
seminario. Así demostré que mis palabras, más que una injuria, habían sido la
enunciación de una hipótesis sociológica inspirada en la obra de Max Weber.
Di Tella, por supuesto, me defendió frente a
esos pícaros que habían representado en el exterior a todas las dictaduras,
pero intentaban convertir en delincuente a quien lo señalara en público. Zafé,
pero las fieras quedaron agazapadas a la espera de mi próxima metida de pata.
Por eso, la escena televisiva con Alconada Sempé se prestaba admirablemente
para el golpe maestro de Petrella.
…
Es así como, antes que nadie, el 19 de agosto
de 1992, Fernando ordenó un sumario cuyo fin era hundirme. Con un doble sello
de SECRETO y MUY URGENTE, lanzó su dardo envenenado, titulado Memorándum N° 100
“S”: “Atento los hechos acontecidos en el Programa Televisivo TIEMPO NUEVO, que
dirige el periodista Señor Bernardo NEUSTADT, en la emisión del pasado martes
18 de agosto, se considera imprescindible la sustanciación de un sumario a fin
de determinar eventuales responsabilidades por lo allí acontecido”.
Seguían su firma y sello, que lo acreditaba
como Secretario de Relaciones Exteriores y Asuntos Latinoamericanos, uno de los
tres hombres más poderosos del Ministerio. Envió el memo a la Subsecretaría
Técnica, y el mismo día el Subsecretario Victorio Taccetti contestaba en nota
manuscrita, muy urgente y secreta: “Esta Subsecretaría comparte lo manifestado
por la Secretaría de RREE y As. Latinoamericanos”.
Entonces, el 21 de octubre, por Resolución
Ministerial “S” 1956, se designó funcionario sumariante al Embajador
Extraordinario y Plenipotenciario Arturo Ossorio Arana, un compinche de
Petrella y todo un cazador de elefantes a la pesca de un gorrión. Y el 2 de
septiembre de 1992 el Subdirector General de Asuntos Jurídicos de la
Cancillería, Gustavo Adolfo de Paoli, subió el tono enviando a la Justicia las
actuaciones iniciadas con el Memorándum, informando que estaban “relacionadas
con documentación de carácter secreto”,
a efectos de investigar “si de la misma surgiere la comisión de ilícitos.”
De más está decir que Fernando sabía
perfectamente que los dictámenes que yo había difundido no llevaban el sello de
secreto. Yo, que no era funcionario, los había estampado para agregar
dramatismo a su difusión. Lo único secreto era la orden de Petrella de
investigar de qué manera el no-secreto había llegado a mis manos.
Pero hay que comprenderlo e incluso
aplaudirlo… La torpeza del perejil Escudé era una gran oportunidad para
extirpar de cuajo a esa mala yerba, y el egregio embajador se lanzó tras su
presa con instinto certero.
Por cierto, el Memorándum N° 100 “S” fue
anterior a la denuncia interpuesta por Alconada Sempé ante la Justicia. Recién
el día subsiguiente al programa televisivo, seguramente después de concienzudas
consultas con otros radicales, el exvicecanciller de Alfonsín me denunció
penalmente.
La causa, por violación de secreto, fue la
17.028. Quedó radicada ante el Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo
Criminal Correccional N° 2, a cargo del juez Ricardo Gustavo Wechsler.
Por otra parte, a raíz del Memorándum N° 100
“S”, el 3 de septiembre la Cancillería presentó su propia denuncia, que recayó
por sorteo en el Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Criminal
Correccional N° 6. La saña combinada de radicales y diplomáticos se manifestaba
por partida doble, en universos judiciales paralelos.
La primera en presentarse a la Justicia fue
la denuncia de Alconada, y fue informada por la prensa del 21 de agosto. Ámbito Financiero decía:
“Guido Di Tella se apresuró ayer para contactarse con su antecesor Dante Caputo para que se reste gravitación a la denuncia de Raúl Alconada Sempé sobre la ventilación de documentación reservada a que dio lugar la Cancillería. Todo comenzó cuando en el programa de Bernardo Neustadt, el martes pasado, el ex asesor de Di Tella, Carlos Escudé, leyó ante las cámaras párrafos del dictamen del jurista uruguayo Eduardo Jiménez de Aréchaga, desfavorables a la posición argentina. ‘¿Cómo es que usted cuenta con esa documentación secreta?’, le preguntó Alconada a Escudé, cuando comenzó su lectura. ‘Esto me va a costar que Di Tella me niegue el saludo’, contestó el ex asesor, sensible al parecer solamente a las consecuencias íntimas de sus hechos”.
A su vez, El
Cronista Comercial reproducía las quejas del ofendido yerno de
Alfonsín:
“El ex funcionario relató en su denuncia que ‘los señores diputados y senadores, para consultar los únicos originales de los dictámenes, debieron concurrir personalmente a la oficina del jefe de gabinete de Cancillería, embajador Andrés Cisneros’. Sin embargo –agregó–, Escudé ‘me entregó copias en el canal, algunos de cuyos párrafos fueron leídos textualmente frente a las cámaras.”
…
En cuanto tuve noticias, por la prensa, de la
denuncia de Alconada Sempé, sentí un vuelco en el corazón y un cambio en mi
ánimo moral. Es patético constatar lo poco constantes que somos los mortales al
enfrentar los costos de ser fieles a nuestros ideales. ¡Con razón casi ningún
diplomático dejó plantados a sus amos militares, como lo hizo Lucio con tanta
integridad! De repente, el Quijote, Mr. Pickwick y Cyrano de Bergerac dejaron
de visitarme, y yo me mordía las uñas preguntándome por qué la había jugado de
patriota en un país sin patriotismo, dominado por energúmenos políticos sin
escrúpulos.
Acudí, por supuesto, a Cheto, que me dijo que
mi presunto delito era bastante serio y que en teoría podían tocarme algunos
años de cárcel. A él le podía corresponder igual suerte. Me recomendó hablar
con un penalista amigo suyo, Alejandro D. Carrió, y decidió constituir
domicilio legal él también con este abogado. Afortunadamente, en lo que a mi
amigo tocaba fue un recaudo innecesario. Las fieras de Cancillería estaban
detrás de mí, y las del Partido Radical detrás de Guido, pero perseguir al
distinguido socio de Marval, O’Farrell & Mairal no les produciría rédito
político.
Por su parte, Carrió derivó mi caso a Jorge
L. Landaburu, devenido en mi letrado asistente para la incipiente pesadilla
tribunalicia. Se comprometieron a no castigarme con un gran honorario, dada mi
condición de intelectual no acaudalado, pero a cobrarme lo suficiente como para
que me doliera, de manera que no reincidiera en “estas boludeces.”
¿Y la Patria? De candidato a héroe, yo me
había auto-degradado a la condición de grandulón inmaduro e irresponsable.
…
Pero la perversión del mundo se iba a hacer
aún más evidente casi inmediatamente después, porque no sólo no había sello de
secreto en los documentos originales, ¡sino que las noticias acerca del
dictamen de Jiménez de Aréchaga ya habían sido publicadas por Página 12 y Clarín, semanas antes de la audición de Bernardo Neustadt!
Es decir que al momento de jugar yo, pobre ingenuo, mi intrépida baza, nada
quedaba del presunto secreto.
Por cierto, el 2 de agosto el periodista
Martín Granovsky había publicado un artículo titulado "El arma secreta de
Di Tella"; el 4 de ese mes había sacado otro titulado “Ofensiva final”; el
5 había dado a luz uno más, bajo el título "Hielo total con la UCR",
y el 9 de agosto había salido una cuarta nota suya bajo el título "Último
tango en Santiago", todos en Página 12.
A su vez, el periodista Daniel Santoro era el autor de filtraciones a través de
Clarín, siendo autor de un
artículo del 5 de agosto titulado “Un as en la manga”. Lo mío, como
recordaremos, era del 18 de ese mes. Los documentos de Cancillería referentes
al sumario hablan repetidamente de “revelaciones en Programa ‘Tiempo Nuevo’”…
¡pero allí no se había producido revelación alguna!
El juez ordenó al Ministerio a enviarle
copias autenticadas de las actuaciones correspondientes al Memorándum N° 100
“S” cada treinta días. El 30 de octubre me tomaron declaración informativa como
“imputado no procesado”. Y el 3 y 4 de noviembre, respectivamente, se tomaron
declaraciones testimoniales a Bernardo Neustadt y a Enrique Vera Villalobos.
Según se desprende de las actas judiciales,
las declaraciones de Neustadt y Vera Villalobos fueron muy buenas. El veterano
periodista trajo a colación el hecho de que él ya había leído la información
presuntamente secreta en Clarín.
A su vez, Cheto declaró que él la había leído en Página 12, arguyendo que, por lo tanto, en su parecer la
información no podía ser secreta al momento de transmitirse el programa. Con su
proverbial inteligencia, agregó que lo único que puede ser considerado un
secreto es una situación fáctica, es decir, un hecho, pero nunca una opinión
como la de Jiménez de Aréchaga o Delpech.
Como era de esperar, la declaración
testimonial del diplomático no se caracterizó por los mismos estándares de
grandeza. La primera citación fue para el 23 de diciembre. El Juzgado se
comunicó con la Cancillería, pero ésta le informó que el exembajador era
imposible de ubicar, “en razón de haberse acogido al beneficio de la
jubilación”. Después de diversas idas y venidas, la Dirección de Asuntos
Jurídicos envió a la Justicia los datos de filiación del diplomático, y fue
necesario recurrir al Secretario Electoral para obtener “el último domicilio
del ciudadano Marcelo Emilio Rafael Delpech.” Vivía acá nomás: Alvear 1831.
Pero no estaba allí. Se recurrió entonces a la Policía Federal. De allí resultó
que su domicilio, denunciado en 1958, había sido entonces Belgrano 427.
Debido a estas demoras, se antepuso la
declaración testimonial de Mariano Maciel, Director General de Asuntos
Jurídicos de Cancillería, tomada el 5 de febrero de 1993. Éste adujo no conocer
los pormenores de los documentos presuntamente secretos, pero que si en su
dictamen el embajador Delpech había expresado la opinión de que el suyo debía
ser secreto, dicha clasificación le parecía “lógica”.
…
Recién entonces apareció el susodicho
embajador, que prestó declaración testimonial el 11 de febrero. Dijo que él se
había limitado a recomendar que su dictamen fuera secreto, sin tomarse la
atribución de ponerle el sello, como hubiera podido, pero que “evidentemente,
alguien con buen criterio en definitiva le dio el carácter de secreto”.
¡Ese alguien con “buen criterio” era yo, y mi
buen criterio era, evidentemente, el opuesto del suyo!
Delpech quería que el documento fuera secreto
porque pensaba que los chilenos no debían enterarse de que la poligonal que se
discutía era mejor para los intereses argentinos que la línea Moreno-Barros
Arana de 1898, y que si se llevaba la cuestión a un arbitraje, ellos ganarían.
En cambio, yo quería que los documentos
fueran creídos secretos para que su revelación tuviera mayor impacto frente al
público argentino, ya que me parecía evidente que las autoridades chilenas no
podían desconocer un dato tan básico como la demarcación que, conjuntamente,
habíamos presentado en 1898 ante el árbitro británico. ¡Por eso le puse el
sello de secreto: para violar el presunto secreto inmediatamente después,
frente a las cámaras, urbi et orbi!
Para mí, estamparles el sello de “secreto”
era la manera más efectiva de decirle al público: “¡esto es importante!”,
“¡ténganlo en cuenta!” Pero esta no es la mentalidad de quienes se regodean en
secretos que alimentan la sensación de su propia importancia personal. Pensar
que la cancillería chilena no sabría lo que, en poco tiempo, habían
“descubierto” en forma independiente el argentino Delpech y el uruguayo Jiménez
de Aréchaga, era suponer que quienes habitan tras la Cordillera son tan tontos
como vivos los rioplatenses. Y si a esto se le agrega que los diarios ya habían
publicado el “secreto”, al chiste del argentino agrandado se sumaba la
deliciosa tradición de Hans Christian Andersen: el embajador Fernando Petrella
andaba desnudo.
…
A partir de la declaración de Delpech, la
Justicia comenzó a buscar a Jiménez de Aréchaga para que efectúe la suya. La
jueza María R. Servini de Cubría fue puesta interinamente a cargo del juzgado,
y el 6 de abril de 1993 escribió a Asuntos Jurídicos de Cancillería para dar
con el paradero del jurista uruguayo, citándolo para el 20 de abril. Pero el 13
de abril, Mariano Maciel le contestó que convocar a un ciudadano oriental para
una declaración testimonial no era una de las atribuciones de la Dirección
General de Asuntos Jurídicos de ese Ministerio.
Mientras tanto, el 25 de febrero el Fiscal
Federal Gustavo Luis Gerlerq solicitaba al juez que se me tomara declaración
indagatoria, ya que según su criterio por lo menos uno de los dictámenes era
secreto, y por lo tanto yo había violado la ley. Restaba establecer si yo
estaba autorizado para manejar esa documentación, ya que en caso contrario se
agravaría mi culpa. Evidentemente, la fiscalía se encaminaba rápidamente hacia
un procesamiento que hubiera hecho las delicias de Petrella y varios otros
miembros de “la Casa”.
Faltaban, sin embargo dos declaraciones
testimoniales importantes: las de los periodistas Martín Granovsky y Daniel
Santoro, que se me habían adelantado difundiendo el contenido del dictamen de
Jiménez de Aréchaga.
Ambas fueron tomadas el 15 de marzo.
Granovsky, de Página 12, dijo que
había obtenido su información de “fuentes parlamentarias”; que nunca había
tenido en sus manos el dictamen, y que esas fuentes evidentemente habían hecho
una buena lectura del mismo, de donde podía interpretarse que ellas sí lo
habrían tenido en sus manos. Preguntado sobre la identidad de sus fuentes,
respondió que deseaba “ampararse en la reserva periodística y el secreto profesional
correspondiente”.
Por su parte, Santoro, de Clarín, dijo que sus datos “fueron
recabados de una alta fuente de Cancillería”. Dijo que no tuvo en sus manos
copia del dictamen hasta después de la transmisión del programa de Neustadt.
Respecto de quién fue su “alta fuente”, repitió la consabida fórmula: reserva
periodística y secreto profesional.
De este modo, resultaba que los
parlamentarios y los funcionarios de Cancillería podían filtrar secretos a la
prensa impunemente; que la prensa podía publicar tales secretos sin
consecuencias, reservándose sus fuentes, y que sólo yo era responsable
penalmente de la tardía difusión de lo ya no-secreto, porque hasta que llevé
los documentos mismos a “Tiempo Nuevo”, podía aducirse que la información
publicada era mero rumor, y que los dictámenes provenían de la frondosa
imaginación de algún frustrado talento literario.
…
Si se supone que un rumor puede ser una
ficción, y si se tiene en cuenta que a esas alturas la suposición de un rumor
ya era en sí misma una ficción, nos encontramos frente al curioso fenómeno de
la ficción de una ficción. El culpable de violación de secreto no era ni el
legislador ni el funcionario que lo había filtrado, ni tampoco el periodista
que lo había publicado, sino el incauto que, presentando los documentos mismos
en televisión, había desenmascarado la ficción de la ficción. Borges se hubiera
relamido. Y Petrella, que había iniciado todo el proceso desde Cancillería,
encarnaba una versión florentina de un King
of Hearts que demostraba el carácter universal y siempre vigente de
Lewis Caroll.
Lamentablemente, sin embargo, las cosas no
siempre terminan bien en la vida real. ¡El Rey de Corazones no siempre consigue
que se cumpla con la ejemplar consigna de su consorte, off with his head!
Por esos imponderables de la historia, cuando
todo parecía indicar que el juez ordenaría mi procesamiento y la Justicia
pidió, por última vez, la actualización de las actuaciones relativas al sumario
ordenado por el Memorándum N° 100 “S” de Cancillería, llegó la infausta nueva:
“A fs. 51/4 del sumario ordenado por resolución del ministerio de Relaciones Exteriores y Culto N° 1956/92 se determina que los documentos exhibidos en el citado programa televisivo ‘Tiempo Nuevo’ no tienen carácter secreto”.
¡Hasta el no-secreto oficial había caído!
El único secreto que quedaba y que permanece
hasta el día de hoy era el contenido del sumario ordenado por Petrella, que
explicaría por qué se llegó a esa conclusión.
Tomándose su tiempo, como es costumbre en la
Justicia, el 12 de octubre de 1993 los fiscales federales Laudio R. Navas Rial
y Gabriel R. Cavallo lacónicamente pidieron mi sobreseimiento definitivo. Al
día siguiente el juez Jorge L. Ballestero así lo resolvió, reflexionando que,
atento a que la Cancillería había dictaminado que los dictámenes no eran
secretos:
la conducta investigada deviene en atípica por faltar uno de los elementos del tipo objetivo del art. 222 del Código Penal, es decir, el carácter secreto de los documentos.
Fernando se sintió muy desilusionado ante
este fracaso. Al día de hoy, hay quienes dicen haberlo oído refunfuñar sobre
mis lazos con potencias extranjeras. Parece que en estos tiempos su candidato
favorito es China.
Pero como la vida tiene sus idas y vueltas,
el 1° de julio de 1999 Petrella se sintió reivindicado, porque la Justicia
dictó su propio procesamiento por el delito de ocultamiento de pruebas en la
causa por contrabando de armas a Ecuador.
Supuestamente, había ocultado un cable de su
compinche el embajador Arturo Ossorio Arana, que a la sazón era nuestro
representante en Lima. Como en una extraña cábala, todos los hilos se
entrelazaban.
En debido tiempo, Fernando también fue
sobreseído.
Pero a mí no me procesaron.
Él es, claramente, el hombre más importante.
___
Carlos Escudé
carlos.escude@gmail.com
Sociólogo experto en
relaciones internacionales. Ph.D. (doctor) en Ciencia Política por la Yale
University, con estudios previos en la Oxford University. Licenciado en
Sociología. Universidad Católica Argentina. Ha obtenido beca Fulbright Hays
(1978-81), Postdoctoral del Social Science Research Council (1983-84) y la beca
Guggenheim (1984-85). Además ha obtenido el Premio Bernardo Houssay (Argentina,
1987), la Orden de Bernardo O Higgins (Chile) en el grado de Comendador (1986);
además del Premio Konex a uno de los cinco mejores politólogos argentinos de la
década (1996). Actualmente Investigador Principal (J) del CONICET y Director
del Centro de Estudios de Religión, Estado y Sociedad (CERES).