Los secretos del embajador Petrella. Sainete diplomático argentino

 

 

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            Carlos Escudé

carlos.escude@gmail.com

            Centro de Estudios de Religión, Estado y Sociedad (CERES) / CONICET, Argentina

 

 

 

Resumen

El presente escrito es en parte un relato autobiográfico, y en parte análisis situado de algunos pormenores relacionados con las negociaciones que se desarrollaron entre la República de Chile y la Argentina a raíz del litigio de los Hielos Continentales y los heterodoxos caminos de la diplomacia para articular posiciones, revelar datos y obtener apoyos públicos y políticos. En tal escenario, el autor se ubica en un inicio como actor clave para “ponerle punto final a la larga historia de desavenencias territoriales entre Argentina y Chile” jugando un rol particular en la difusión de documentos “calificados”, pero desnudando mecanismos políticos, rencillas personales, artificios mediáticos y legales como partes fundamentales de los vaivenes de la diplomacia.

 

Palabras clave: Argentina; Chile; hielos continentales; derecho internacional; diplomacia; Petrella

 

 

 

 

Fernando siempre intuyó que yo era un hombre peligroso. Un indeseable. En cuanto tuvo la oportunidad, hizo lo posible por meterme preso.

Su olfato era infalible. Percibía a un oportunista que rondaba por el despacho del ministro, interviniendo en asuntos de Estado reservados al funcionariado, beneficiario de generosas becas norteamericanas, sospechoso de servir a la CIA o al Departamento de Estado.

Un infundio. Yo siempre defendí los intereses de Chile. Que, por supuesto, coinciden con los de Argentina. Y con los del dios bifronte que nos separa.

En 1986, Pinochet me confirió la Orden del Libertador Bernardo O'Higgins por mi campaña a favor de la paz entre los dos países trasandinos. Uno siempre es trasandino respecto del otro, y si se supone que ambos son patrióticamente equivalentes, los dos están de este lado del bien.

Yo era Ciudadano de un país y Comendador del otro. Me sentía un personaje operístico; el enemigo de Don Giovanni; el héroe que daba la vida por el honor de su hija y luego regresaba de los infiernos para arrastrar al infausto donjuan a las llamas.

Cuando Bernardo Neustadt me convocó a su programa televisivo “Tiempo Nuevo” para que explique por qué más o menos la mitad de los Campos de Hielo que siempre habíamos supuesto nuestros serían adjudicados a Chile, la noticia sobre el venidero debate cundió de inmediato. También participarían mi gran amigo, Enrique Vera Villalobos y, por la oposición, el benemérito ciudadano radical Raúl Alconada Sempé, yerno y exvicecanciller de Alfonsín, y el especialista Carlos Pérez Llana.


El entonces jefe del gabinete de Di Tella, Andrés Cisneros, me pidió una reunión. Me dijo que la mía era una misión delicada. Debía explicar al público argentino que el acuerdo negociado con Santiago era un importante logro, y que si no acordábamos esta división de los cubitos de hielo en disputa, posteriormente perderíamos muchos más.

Para que comprendiera el porqué de sus dichos, Andrés me entregó dos estudios coincidentes, uno del embajador argentino Marcelo Delpech, más escueto, y el otro del conocido jurista uruguayo Eduardo Jiménez de Aréchaga, consultor circunstancial del gobierno argentino.

Ambos habían estudiado la documentación histórica y habían descubierto que las pretensiones de Argentina eran mayores que a principios del siglo XX. La línea demarcatoria trazada en 1898 por nuestro patriota Perito Francisco P. Moreno y su par chileno Diego Barros Arana, presentada al Tribunal arbitral de S.M. Británica, otorgaba a la Argentina menos territorio que la traza poligonal negociada en 1991, cuya ratificación ahora se discutía. Nuestra ambición se había magnificado con el tiempo.

Si nos echábamos atrás, nuestros vecinos nos llevarían a un arbitraje. El jurista uruguayo, que tenía amplia experiencia en la materia, era terminante en su opinión de que una corte internacional no desatendería ese fatal antecedente, y perderíamos. Había que evitarlo a todo trance. El oriental había presidido diversos tribunales arbitrales por cuestiones territoriales y sabía de lo que hablaba.

Cisneros me advirtió que el documento era reservado, no por su contenido sino porque el trabajo para nosotros del amigo Jiménez, muy bien pago en negro, era incompatible con sus obligaciones contractuales frente a los tribunales internacionales de los que era miembro. Era menester ser agradecido por su importante servicio y resguardar su reputación.

Cuando me retiré del despacho de Cisneros con una fotocopia del precioso dictamen en mi temblorosa mano, varias turbulencias agitaban mi cerebro.

Si Andrés me había entregado una copia del documento mismo, con membrete, firma y sello del jurisconsulto, en vez de pedirle a Gloria un resumen de los argumentos principales, era para que lo usara. No lo podía confesar, obviamente, porque hubiera sido una gruesa violación de las reglas del juego, pero me mandaba al frente, casi con un guiño, a sabiendas de la carga de demencia que yo portaba.

En verdad, el secreto mejor guardado de la Cancillería de Di Tella era que a mí me habían echado del Ejército por loco. “Personalidad psicopática”, para ser imprecisos, e “inútil para todo servicio”. Petrella no lo sabía, pero su fina nariz lo olfateaba. Una barba tan desprolija como la mía no podía venir sola.

Guido creía que era importante tener un loco a bordo. “Piró bien”, solía decir con un brillo travieso en los ojos. Fernando se hacía cruces y musitaba que el ministro habría de ser un santo para ser tan tolerante conmigo.

Por cierto, en alguna ocasión el embajador se había enfurecido al comprobar que yo mechaba párrafos de mi "realismo periférico" en los artículos que el Canciller me encargaba escribir para publicar con su firma. De esa manera, yo dejaba el rastro de la autoría del pensamiento. En realidad no era necesario, porque por lo menos a principios de su gestión, cada vez que Guido abría la boca me citaba sin darse cuenta.

Además, al Canciller no le molestaba mi maniobra. El poder, delegado por Menem, era suyo. Sin él, yo era apenas un autor. Que buena parte de las ideas más generales de su gestión provinieran de mis escritos no le turbaba, si él era el artífice de la transformación que llevábamos a cabo. Guido era un grande.

En cambio, los diplomáticos de carrera, provenientes de un círculo cuyos miembros no publican sus propias ideas, no soportaban mi desembozada intervención. Académicos verticalistas como Mario Rapoport, tampoco. Para ellos, el asesor debía permanecer discretamente en las sombras.

Petrella estaba impedido de competir por la gloria y hubiera querido que sólo los políticos, a quienes estaba condenado a servir, tuvieran un lugar en esa esfera. "El hombre de Estado", solía decir pomposamente para referirse a presidentes y ministros. Éstos eran los únicos responsables de las políticas que él, por juramento profesional, debía acatar e implementar. Que se entrometiera un intelectual que no acarreaba la mancha propia de esos políticos profesionales era insufrible, a no ser que yo fuera... ¡un agente yanqui! Sólo adjudicándome una corrupción mayor que la de sus amos podía el buen Fernando soportar la idea de la intrusión de quien no arrastraba el pasado de prostituciones diversas y sucesivas de sus jefes naturales.

“¡Infiltrado norteamericano! ¡O quizá del Foreign Office, MI6, o cualquier otro servicio occidental!”, musitaba para sí el embajador, con patriótico celo.

Pero lo que no sospechaba Petrella era que yo era un chilenófilo impenitente, un orgulloso Comendador ansioso por contribuir a la mayor gloria del Palacio de la Moneda y de sus ejércitos.

Al salir del despacho de Cisneros ingresé a las oficinas contiguas. Hacía poco que había renunciado a mi posición oficial de asesor de Di Tella, y me manejaba por ese territorio como pez en el agua. Guido y Andrés me habían pedido que renunciara cuando me tomé el atrevimiento de publicar un artículo donde exponía mis transgresoras ideas acerca de las Malvinas. El Canciller me dijo que mi relación con él no cambiaría, que yo seguiría siendo su hombre de consulta, pero que frente al público quedaríamos desvinculados. La misión que me encomendó Cisneros estaba en ese contexto.

No sé si el personal de Cancillería había recibido instrucciones de la superioridad o si la suya era simple discreción profesional, pero a mí me permitían ir y venir sin hacer preguntas, apoyado en un coqueto e innecesario bastón con estoque. Confiado en esa libertad, caminé algunos metros desde la oficina de Andrés y me senté frente a un escritorio. Inhalé profundamente para calmar mi agitación, y examiné cuidadosamente el documento.

El sobrio membrete de Jiménez de Aréchaga lucía elegante. La información y los razonamientos del jurista eran contundentes. Pero algo faltaba para que la prensa le diera toda la urgente importancia que debía otorgarle al terminante dictamen, alertando al público sobre la imperiosa necesidad de apoyar el acuerdo firmado por los presidentes Menem y Aylwin.

¡Le faltaba un sello de SECRETO!

Me desplacé entonces hacia el escritorio de Gloria, examinándolo rápidamente en busca del típico porta-sellos circular de las oficinas de nuestros abuelos. Pronto mis ojos dieron con él, y procedí a identificar la estampadora que necesitaba.

“Reservado”, decía una. “Urgente”, ofrecía otra. La tercera fue la vencida: “¡SECRETO!”

Miré a la dignísima Sra. de Acevedo Díaz y le dije: “Gloria… ¿la tinta?” Ella me devolvió la mirada, imperturbable, y suavemente señaló la almohadilla con el grácil dedo índice de su mano izquierda. “¡Gracias!”, le dije, y procedí a humedecer el sello y a estampar mi copia del documento.

Apresurado, bajé del piso 14 y me lancé a paso ligero por la calle Reconquista. Estaba obsesionado con mi nueva misión histórica: contribuir a ponerle punto final a la larga historia de desavenencias territoriales entre Argentina y Chile, solucionando el último litigio: el de los Hielos Continentales. Ya había hecho mi aporte a la aceptación del Tratado de Paz y Amistad de 1984, que terminó con el peligroso pleito del Beagle, y ahora debía urgir a mis compatriotas a aceptar la gélida poligonal, tanto más favorable que la línea heredada del Perito Moreno en 1898. Y para eso, debía presentar un documento “secreto” en un programa televisivo emblemático.

Para ser más efectivo, Enrique Vera Villalobos y yo debíamos funcionar como un equipo. Pero Cheto era un abogado avezado que quizá desaconsejase la divulgación de un documento secreto. Por eso, yo debía jugar de manera calculada. No debía darle tiempo para pensar. No debía comentarle nada hasta que estuviésemos a bordo del auto que nos conduciría al canal, y allí debía sorprenderlo, entregándole una copia del documento, contándole cual sería mi estrategia, e invitándolo a acompañarme con patriótica complicidad. Lo nuestro era un imperativo categórico que hubiera contado con las bendiciones de Kant. Uno tras otro, el Quijote, Mr. Pickwick y Cyrano de Bergerac desfilaron por mi mente, dándome la razón con entusiasmo y asegurando que era moralmente obligatorio correr los riesgos que se avecinaban.

Es así que, el 18 de agosto de 1992, ya embarcados en el coche del canal, procedí a entregarle los papeles a Cheto y a anoticiarlo de mis planes. Le conté todo, incluso que al sello de “secreto” lo había agregado yo.

Mi brillante y erudito amigo era un hombre valiente que se quitó la vida en 1995 con un balazo en la boca. Era todo lo contrario de un miedoso. Pero me miró aterrado, como diciéndome desesperado que no es así como se cometen los suicidios. No obstante, aceptó con nobleza la entrega de los dictámenes, aunque sin comprometerse a blandirlos frente a las cámaras. Yo llevaría la iniciativa en ese plano.

En el estudio televisivo, ya en el aire, se armó una batahola. Entregué los papeles a los demás miembros del panel, y a Neustadt le dije que los dejaba en su custodia porque sabía que él era un argentino leal y los difundiría. Bernardo me miró con sorna e incredulidad. Seguramente se preguntaba de dónde podía haber salido un perejil de tal calibre, inconcebible en las pampas del Viejo Vizcacha. Mientras Cheto leía párrafos textuales de los dictámenes para las cámaras, Alconada Sempé vociferaba, preguntando cómo era posible que un exvicecanciller como él no hubiera sido informado de la existencia de esos dictámenes.

Cuando el trance llegó a su fin, Cheto y yo regresamos temblorosos a nuestros respectivos hogares. Al día siguiente, 19 de agosto, la normalidad aparentemente había regresado a nuestras vidas. Pero lo que yo no sabía era que Fernando Petrella, eximio esgrimista del Club Francés, lanzaría ese día su mortífera estocada. Era la oportunidad que ansiaba y que ahora se le presentaba servida en bandeja.

Por cierto, hacía tiempo que sus colegas de la Asociación Profesional del Cuerpo Permanente del Servicio Exterior de la Nación buscaban voltearme, y esta era su gran oportunidad para quedar como un héroe frente a sus hermanos. Los profesionales de la diplomacia, que nunca habían visto con buenos ojos mi incorporación a la Cancillería, habían intentado hacerme expulsar cuando, en el contexto de un seminario de FLACSO de marzo de 1992, yo había elogiado efusivamente al prestigioso embajador Lucio García del Solar. Dije que, cuando en ocasión del derrocamiento del presidente Illía, Lucio había renunciado a su embajada en Moscú y al servicio diplomático, había demostrado que la diplomacia no necesita ser una prostitución.

El diario La Nación y los diplomáticos mismos interpretaron que yo había dicho que la diplomacia argentina se había prostituido. En consecuencia, decidieron querellarme penalmente por injurias contra su gremio. El 18 de marzo, una nota de La Nación titulada “Juicio a un asesor del canciller” se anticipaba a algo que, por fortuna, nunca se produjo. Para evitarlo, acompañé hasta FLACSO al embajador Gustavo Figueroa, presidente de la Asociación, para juntos oír la cinta grabada durante el seminario. Así demostré que mis palabras, más que una injuria, habían sido la enunciación de una hipótesis sociológica inspirada en la obra de Max Weber.

Di Tella, por supuesto, me defendió frente a esos pícaros que habían representado en el exterior a todas las dictaduras, pero intentaban convertir en delincuente a quien lo señalara en público. Zafé, pero las fieras quedaron agazapadas a la espera de mi próxima metida de pata. Por eso, la escena televisiva con Alconada Sempé se prestaba admirablemente para el golpe maestro de Petrella.

 

Es así como, antes que nadie, el 19 de agosto de 1992, Fernando ordenó un sumario cuyo fin era hundirme. Con un doble sello de SECRETO y MUY URGENTE, lanzó su dardo envenenado, titulado Memorándum N° 100 “S”: “Atento los hechos acontecidos en el Programa Televisivo TIEMPO NUEVO, que dirige el periodista Señor Bernardo NEUSTADT, en la emisión del pasado martes 18 de agosto, se considera imprescindible la sustanciación de un sumario a fin de determinar eventuales responsabilidades por lo allí acontecido”.

Seguían su firma y sello, que lo acreditaba como Secretario de Relaciones Exteriores y Asuntos Latinoamericanos, uno de los tres hombres más poderosos del Ministerio. Envió el memo a la Subsecretaría Técnica, y el mismo día el Subsecretario Victorio Taccetti contestaba en nota manuscrita, muy urgente y secreta: “Esta Subsecretaría comparte lo manifestado por la Secretaría de RREE y As. Latinoamericanos”.

Entonces, el 21 de octubre, por Resolución Ministerial “S” 1956, se designó funcionario sumariante al Embajador Extraordinario y Plenipotenciario Arturo Ossorio Arana, un compinche de Petrella y todo un cazador de elefantes a la pesca de un gorrión. Y el 2 de septiembre de 1992 el Subdirector General de Asuntos Jurídicos de la Cancillería, Gustavo Adolfo de Paoli, subió el tono enviando a la Justicia las actuaciones iniciadas con el Memorándum, informando que estaban “relacionadas con documentación de carácter secreto”, a efectos de investigar “si de la misma surgiere la comisión de ilícitos.”

De más está decir que Fernando sabía perfectamente que los dictámenes que yo había difundido no llevaban el sello de secreto. Yo, que no era funcionario, los había estampado para agregar dramatismo a su difusión. Lo único secreto era la orden de Petrella de investigar de qué manera el no-secreto había llegado a mis manos.

Pero hay que comprenderlo e incluso aplaudirlo… La torpeza del perejil Escudé era una gran oportunidad para extirpar de cuajo a esa mala yerba, y el egregio embajador se lanzó tras su presa con instinto certero.

Por cierto, el Memorándum N° 100 “S” fue anterior a la denuncia interpuesta por Alconada Sempé ante la Justicia. Recién el día subsiguiente al programa televisivo, seguramente después de concienzudas consultas con otros radicales, el exvicecanciller de Alfonsín me denunció penalmente.

La causa, por violación de secreto, fue la 17.028. Quedó radicada ante el Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Criminal Correccional N° 2, a cargo del juez Ricardo Gustavo Wechsler.

Por otra parte, a raíz del Memorándum N° 100 “S”, el 3 de septiembre la Cancillería presentó su propia denuncia, que recayó por sorteo en el Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Criminal Correccional N° 6. La saña combinada de radicales y diplomáticos se manifestaba por partida doble, en universos judiciales paralelos.

La primera en presentarse a la Justicia fue la denuncia de Alconada, y fue informada por la prensa del 21 de agosto. Ámbito Financiero decía:

“Guido Di Tella se apresuró ayer para contactarse con su antecesor Dante Caputo para que se reste gravitación a la denuncia de Raúl Alconada Sempé sobre la ventilación de documentación reservada a que dio lugar la Cancillería. Todo comenzó cuando en el programa de Bernardo Neustadt, el martes pasado, el ex asesor de Di Tella, Carlos Escudé, leyó ante las cámaras párrafos del dictamen del jurista uruguayo Eduardo Jiménez de Aréchaga, desfavorables a la posición argentina. ‘¿Cómo es que usted cuenta con esa documentación secreta?’, le preguntó Alconada a Escudé, cuando comenzó su lectura. ‘Esto me va a costar que Di Tella me niegue el saludo’, contestó el ex asesor, sensible al parecer solamente a las consecuencias íntimas de sus hechos”.

 

A su vez, El Cronista Comercial reproducía las quejas del ofendido yerno de Alfonsín:

“El ex funcionario relató en su denuncia que ‘los señores diputados y senadores, para consultar los únicos originales de los dictámenes, debieron concurrir personalmente a la oficina del jefe de gabinete de Cancillería, embajador Andrés Cisneros’. Sin embargo –agregó–, Escudé ‘me entregó copias en el canal, algunos de cuyos párrafos fueron leídos textualmente frente a las cámaras.”

 

En cuanto tuve noticias, por la prensa, de la denuncia de Alconada Sempé, sentí un vuelco en el corazón y un cambio en mi ánimo moral. Es patético constatar lo poco constantes que somos los mortales al enfrentar los costos de ser fieles a nuestros ideales. ¡Con razón casi ningún diplomático dejó plantados a sus amos militares, como lo hizo Lucio con tanta integridad! De repente, el Quijote, Mr. Pickwick y Cyrano de Bergerac dejaron de visitarme, y yo me mordía las uñas preguntándome por qué la había jugado de patriota en un país sin patriotismo, dominado por energúmenos políticos sin escrúpulos.

Acudí, por supuesto, a Cheto, que me dijo que mi presunto delito era bastante serio y que en teoría podían tocarme algunos años de cárcel. A él le podía corresponder igual suerte. Me recomendó hablar con un penalista amigo suyo, Alejandro D. Carrió, y decidió constituir domicilio legal él también con este abogado. Afortunadamente, en lo que a mi amigo tocaba fue un recaudo innecesario. Las fieras de Cancillería estaban detrás de mí, y las del Partido Radical detrás de Guido, pero perseguir al distinguido socio de Marval, O’Farrell & Mairal no les produciría rédito político.

Por su parte, Carrió derivó mi caso a Jorge L. Landaburu, devenido en mi letrado asistente para la incipiente pesadilla tribunalicia. Se comprometieron a no castigarme con un gran honorario, dada mi condición de intelectual no acaudalado, pero a cobrarme lo suficiente como para que me doliera, de manera que no reincidiera en “estas boludeces.”

¿Y la Patria? De candidato a héroe, yo me había auto-degradado a la condición de grandulón inmaduro e irresponsable.

Pero la perversión del mundo se iba a hacer aún más evidente casi inmediatamente después, porque no sólo no había sello de secreto en los documentos originales, ¡sino que las noticias acerca del dictamen de Jiménez de Aréchaga ya habían sido publicadas por Página 12 y Clarín, semanas antes de la audición de Bernardo Neustadt! Es decir que al momento de jugar yo, pobre ingenuo, mi intrépida baza, nada quedaba del presunto secreto.

Por cierto, el 2 de agosto el periodista Martín Granovsky había publicado un artículo titulado "El arma secreta de Di Tella"; el 4 de ese mes había sacado otro titulado “Ofensiva final”; el 5 había dado a luz uno más, bajo el título "Hielo total con la UCR", y el 9 de agosto había salido una cuarta nota suya bajo el título "Último tango en Santiago", todos en Página 12. A su vez, el periodista Daniel Santoro era el autor de filtraciones a través de Clarín, siendo autor de un artículo del 5 de agosto titulado “Un as en la manga”. Lo mío, como recordaremos, era del 18 de ese mes. Los documentos de Cancillería referentes al sumario hablan repetidamente de “revelaciones en Programa ‘Tiempo Nuevo’”… ¡pero allí no se había producido revelación alguna!

El juez ordenó al Ministerio a enviarle copias autenticadas de las actuaciones correspondientes al Memorándum N° 100 “S” cada treinta días. El 30 de octubre me tomaron declaración informativa como “imputado no procesado”. Y el 3 y 4 de noviembre, respectivamente, se tomaron declaraciones testimoniales a Bernardo Neustadt y a Enrique Vera Villalobos.

Según se desprende de las actas judiciales, las declaraciones de Neustadt y Vera Villalobos fueron muy buenas. El veterano periodista trajo a colación el hecho de que él ya había leído la información presuntamente secreta en Clarín. A su vez, Cheto declaró que él la había leído en Página 12, arguyendo que, por lo tanto, en su parecer la información no podía ser secreta al momento de transmitirse el programa. Con su proverbial inteligencia, agregó que lo único que puede ser considerado un secreto es una situación fáctica, es decir, un hecho, pero nunca una opinión como la de Jiménez de Aréchaga o Delpech.

Como era de esperar, la declaración testimonial del diplomático no se caracterizó por los mismos estándares de grandeza. La primera citación fue para el 23 de diciembre. El Juzgado se comunicó con la Cancillería, pero ésta le informó que el exembajador era imposible de ubicar, “en razón de haberse acogido al beneficio de la jubilación”. Después de diversas idas y venidas, la Dirección de Asuntos Jurídicos envió a la Justicia los datos de filiación del diplomático, y fue necesario recurrir al Secretario Electoral para obtener “el último domicilio del ciudadano Marcelo Emilio Rafael Delpech.” Vivía acá nomás: Alvear 1831. Pero no estaba allí. Se recurrió entonces a la Policía Federal. De allí resultó que su domicilio, denunciado en 1958, había sido entonces Belgrano 427.

Debido a estas demoras, se antepuso la declaración testimonial de Mariano Maciel, Director General de Asuntos Jurídicos de Cancillería, tomada el 5 de febrero de 1993. Éste adujo no conocer los pormenores de los documentos presuntamente secretos, pero que si en su dictamen el embajador Delpech había expresado la opinión de que el suyo debía ser secreto, dicha clasificación le parecía “lógica”.

Recién entonces apareció el susodicho embajador, que prestó declaración testimonial el 11 de febrero. Dijo que él se había limitado a recomendar que su dictamen fuera secreto, sin tomarse la atribución de ponerle el sello, como hubiera podido, pero que “evidentemente, alguien con buen criterio en definitiva le dio el carácter de secreto”.

¡Ese alguien con “buen criterio” era yo, y mi buen criterio era, evidentemente, el opuesto del suyo!

Delpech quería que el documento fuera secreto porque pensaba que los chilenos no debían enterarse de que la poligonal que se discutía era mejor para los intereses argentinos que la línea Moreno-Barros Arana de 1898, y que si se llevaba la cuestión a un arbitraje, ellos ganarían.

En cambio, yo quería que los documentos fueran creídos secretos para que su revelación tuviera mayor impacto frente al público argentino, ya que me parecía evidente que las autoridades chilenas no podían desconocer un dato tan básico como la demarcación que, conjuntamente, habíamos presentado en 1898 ante el árbitro británico. ¡Por eso le puse el sello de secreto: para violar el presunto secreto inmediatamente después, frente a las cámaras, urbi et orbi!

Para mí, estamparles el sello de “secreto” era la manera más efectiva de decirle al público: “¡esto es importante!”, “¡ténganlo en cuenta!” Pero esta no es la mentalidad de quienes se regodean en secretos que alimentan la sensación de su propia importancia personal. Pensar que la cancillería chilena no sabría lo que, en poco tiempo, habían “descubierto” en forma independiente el argentino Delpech y el uruguayo Jiménez de Aréchaga, era suponer que quienes habitan tras la Cordillera son tan tontos como vivos los rioplatenses. Y si a esto se le agrega que los diarios ya habían publicado el “secreto”, al chiste del argentino agrandado se sumaba la deliciosa tradición de Hans Christian Andersen: el embajador Fernando Petrella andaba desnudo.

A partir de la declaración de Delpech, la Justicia comenzó a buscar a Jiménez de Aréchaga para que efectúe la suya. La jueza María R. Servini de Cubría fue puesta interinamente a cargo del juzgado, y el 6 de abril de 1993 escribió a Asuntos Jurídicos de Cancillería para dar con el paradero del jurista uruguayo, citándolo para el 20 de abril. Pero el 13 de abril, Mariano Maciel le contestó que convocar a un ciudadano oriental para una declaración testimonial no era una de las atribuciones de la Dirección General de Asuntos Jurídicos de ese Ministerio.

Mientras tanto, el 25 de febrero el Fiscal Federal Gustavo Luis Gerlerq solicitaba al juez que se me tomara declaración indagatoria, ya que según su criterio por lo menos uno de los dictámenes era secreto, y por lo tanto yo había violado la ley. Restaba establecer si yo estaba autorizado para manejar esa documentación, ya que en caso contrario se agravaría mi culpa. Evidentemente, la fiscalía se encaminaba rápidamente hacia un procesamiento que hubiera hecho las delicias de Petrella y varios otros miembros de “la Casa”.

Faltaban, sin embargo dos declaraciones testimoniales importantes: las de los periodistas Martín Granovsky y Daniel Santoro, que se me habían adelantado difundiendo el contenido del dictamen de Jiménez de Aréchaga.

Ambas fueron tomadas el 15 de marzo. Granovsky, de Página 12, dijo que había obtenido su información de “fuentes parlamentarias”; que nunca había tenido en sus manos el dictamen, y que esas fuentes evidentemente habían hecho una buena lectura del mismo, de donde podía interpretarse que ellas sí lo habrían tenido en sus manos. Preguntado sobre la identidad de sus fuentes, respondió que deseaba “ampararse en la reserva periodística y el secreto profesional correspondiente”.

Por su parte, Santoro, de Clarín, dijo que sus datos “fueron recabados de una alta fuente de Cancillería”. Dijo que no tuvo en sus manos copia del dictamen hasta después de la transmisión del programa de Neustadt. Respecto de quién fue su “alta fuente”, repitió la consabida fórmula: reserva periodística y secreto profesional.

De este modo, resultaba que los parlamentarios y los funcionarios de Cancillería podían filtrar secretos a la prensa impunemente; que la prensa podía publicar tales secretos sin consecuencias, reservándose sus fuentes, y que sólo yo era responsable penalmente de la tardía difusión de lo ya no-secreto, porque hasta que llevé los documentos mismos a “Tiempo Nuevo”, podía aducirse que la información publicada era mero rumor, y que los dictámenes provenían de la frondosa imaginación de algún frustrado talento literario.

Si se supone que un rumor puede ser una ficción, y si se tiene en cuenta que a esas alturas la suposición de un rumor ya era en sí misma una ficción, nos encontramos frente al curioso fenómeno de la ficción de una ficción. El culpable de violación de secreto no era ni el legislador ni el funcionario que lo había filtrado, ni tampoco el periodista que lo había publicado, sino el incauto que, presentando los documentos mismos en televisión, había desenmascarado la ficción de la ficción. Borges se hubiera relamido. Y Petrella, que había iniciado todo el proceso desde Cancillería, encarnaba una versión florentina de un King of Hearts que demostraba el carácter universal y siempre vigente de Lewis Caroll.

Lamentablemente, sin embargo, las cosas no siempre terminan bien en la vida real. ¡El Rey de Corazones no siempre consigue que se cumpla con la ejemplar consigna de su consorte, off with his head!

Por esos imponderables de la historia, cuando todo parecía indicar que el juez ordenaría mi procesamiento y la Justicia pidió, por última vez, la actualización de las actuaciones relativas al sumario ordenado por el Memorándum N° 100 “S” de Cancillería, llegó la infausta nueva:

“A fs. 51/4 del sumario ordenado por resolución del ministerio de Relaciones Exteriores y Culto N° 1956/92 se determina que los documentos exhibidos en el citado programa televisivo ‘Tiempo Nuevo’ no tienen carácter secreto”.

 

¡Hasta el no-secreto oficial había caído!

El único secreto que quedaba y que permanece hasta el día de hoy era el contenido del sumario ordenado por Petrella, que explicaría por qué se llegó a esa conclusión.

Tomándose su tiempo, como es costumbre en la Justicia, el 12 de octubre de 1993 los fiscales federales Laudio R. Navas Rial y Gabriel R. Cavallo lacónicamente pidieron mi sobreseimiento definitivo. Al día siguiente el juez Jorge L. Ballestero así lo resolvió, reflexionando que, atento a que la Cancillería había dictaminado que los dictámenes no eran secretos:

la conducta investigada deviene en atípica por faltar uno de los elementos del tipo objetivo del art. 222 del Código Penal, es decir, el carácter secreto de los documentos.

 

En definitiva, en esta historieta que plagia a Caroll, el Mad Hatter descubrió lo que ya sabían los militares argentinos desde 1969, cuando me pegué el tiro en el pie: que mi conducta era atípica.

Fernando se sintió muy desilusionado ante este fracaso. Al día de hoy, hay quienes dicen haberlo oído refunfuñar sobre mis lazos con potencias extranjeras. Parece que en estos tiempos su candidato favorito es China.

Pero como la vida tiene sus idas y vueltas, el 1° de julio de 1999 Petrella se sintió reivindicado, porque la Justicia dictó su propio procesamiento por el delito de ocultamiento de pruebas en la causa por contrabando de armas a Ecuador.

Supuestamente, había ocultado un cable de su compinche el embajador Arturo Ossorio Arana, que a la sazón era nuestro representante en Lima. Como en una extraña cábala, todos los hilos se entrelazaban.

En debido tiempo, Fernando también fue sobreseído.

Pero a mí no me procesaron.

Él es, claramente, el hombre más importante.

 

 

 

 

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Sobre el autor

Carlos Escudé

carlos.escude@gmail.com

Sociólogo experto en relaciones internacionales. Ph.D. (doctor) en Ciencia Política por la Yale University, con estudios previos en la Oxford University. Licenciado en Sociología. Universidad Católica Argentina. Ha obtenido beca Fulbright Hays (1978-81), Postdoctoral del Social Science Research Council (1983-84) y la beca Guggenheim (1984-85). Además ha obtenido el Premio Bernardo Houssay (Argentina, 1987), la Orden de Bernardo O Higgins (Chile) en el grado de Comendador (1986); además del Premio Konex a uno de los cinco mejores politólogos argentinos de la década (1996). Actualmente Investigador Principal (J) del CONICET y Director del Centro de Estudios de Religión, Estado y Sociedad (CERES).